La culpa de todo la tiene esa manía de descomponerlo todo en pequeñas
unidades, en miles de millones de partes constitutivas, porciones lingüísticas
aisladas, únicas hasta la locura. Morfología, hermosas y frágiles categorías
discursivas, sustantivos, adjetivos, funciones sintácticas, estructuras
circulares.
Y quién sabe qué más.
Por eso me tumbé y empecé a descomponer mi dormitorio como si fuera un
texto, siempre reservando un lugar muy especial para la cama. Comencé por la
mesita de noche e hice morfemas y monemas. Seguí por la cómoda, de la que
salieron mil setecientas partes sin contar los cajones y las mangas de las
camisas. Luego vino el rincón derecho, los flecos de la colcha, el maravilloso
signo de la lamparilla colgando con actitud de lexema y las tres mil
trescientas sesenta y ocho pelusas que abracé con desconsuelo. Después empecé
por mi pie. Un dedo, dos dedos, tres dedos, diez, doce, quince dedos. Cuatro
mil partes en su conjunto formaban mi cuerpo, entre verbos y nexos de
oraciones, todos radicales y excelsos.
Estornudé un sintagma que se fundió entre las sábanas con un deje
poético. Me pesaban los párpados, se me cerraban sin querer los elementos del
lenguaje, fundamentales para la correcta interpretación de mis partes
retóricas, novecientas en total.
Y lo supe. Fui consciente de ello. Supe que la culpa de todo la tienen
cada una de mis pestañas. Lo supe cuando acabé de contarme. Después intenté
ponerme de pie. Y no pude.