lunes, 16 de abril de 2018

La habitación oscura, de Isaac Rosa


Habitar fuera del tiempo en un espacio sin espacio. No ver. Tan solo oír, tocar, sentir. Huir. Buscar. La habitación oscura es ese rincón útil, ese lugar para descubrir, experimentar, aislarse de uno mismo. Con el marco de la crisis, la necesidad de evadirse de la realidad cobra una importancia vital. Es ahí fuera donde convivimos con la hipoteca, el ex marido, el jefe, el paro, los hijos. Donde el tiempo vuela y donde envejecemos. El lugar donde el trabajo y el dinero se acaban. Donde uno puede morir. Sin embargo, dentro, en esa habitación oscura confortable y anónima, uno puede envolverse de sí mismo y dejarse llevar, ser todo o no ser nada. A gusto del ocupante.
El argumento de La habitación oscura (Seix Barral, 2013) es sencillo: un grupo de amigos construyen en un local un cuarto donde nunca entra la luz, una habitación sin rendijas, por completo sumida en las tinieblas. Ese será el escenario para practicar sexo sin saber con quién y sin ser reconocidos, una manera como otra cualquiera de pasar un sábado por la noche. Vuelan raudos los años y la vida comienza a pesar. La transgresión de la juventud se transforma en un anhelo de escape en la madurez. El mismo grupo desfila ahora por el interior de la habitación, pero sus preocupaciones son otras. Sobrevivir al día a día, por ejemplo. Superar las dificultades que acarrea consigo la edad adulta en los tiempos que corren.
Se trata ésta de una caverna de Platón a la inversa, donde el conocimiento está en la oscuridad y no en la luz, donde lo certero son las sombras y no el sol y lo que le es propio. Un retorno a lo esencial que tiene algo de regreso al útero materno, de regreso al interior, de búsqueda de la seguridad no hallada en el mundo de fuera. Y es precisamente la torpeza de ver hacia el exterior lo que terminará por precipitar la clausura de la habitación.
Se me antoja que La habitación oscura posee algo de metáfora, de alegoría. Se trata de un viaje a los entresijos de una generación: la nuestra, la presente. Una ventana al desencanto, al descubrimiento de que la vida, al fin y al cabo, ha resultado no ser como esperábamos. Así, narrada desde un nosotros, la experiencia de la oscuridad se vive, y la vivencia se nos muestra como un colectivo, con un narrador sin género que es a veces masculino, a veces femenino. No importa de quien es la voz: es de todos. Del que fue banquero malogrado, de la que quedó sin casa, de aquel matrimonio roto por la falta de dinero. Desfilan por las páginas aquellas personas afectadas por la debacle económica que nos toca vivir. El envoltorio de la historia es la crisis y los personajes son personajes en crisis, verosímiles y complejos. Cotidianos como usted y yo.
La novela se estructura en piezas de memoria. Una historia de ese cuarto desde sus inicios lúdicos hasta su final. Una retrospectiva. Desde la diversión sin arrepentimiento hasta el momento en que la frivolidad deja de tener tanta gracia. Los recuerdos y las anécdotas en esta historia de la habitación y de sus inquilinos se combinan con unos fragmentos intercalados, atisbos de gente observada, personas de fuera, que no son del grupo. Es el pecado de mirar directamente a la hoguera de la caverna, el desliz de no permanecer en la seguridad de las sombras.
Se trata una novela intensa, tanto en el fondo como en la forma. El fondo nos toca porque es la historia de todos nosotros. Vemos nuestro reflejo en cada línea. La forma es impecable. Una prosa fluida y precisa, culta, que en el momento adecuado se torna poética. Sin embargo, no es una novela llena de incidentes y fuertes tensiones. Que no espere el lector peripecias y giros en la trama. No los hay. El argumento es leve y la acción lenta. En ocasiones reiterativa. Se trata de una de esas obras escritas para reflexionar, de esas que tienen el don de abrirte los ojos, de descubrirte algo. Una lección de vida. Como una bofetada en toda la cara. Voluntaria, pero bofetada.
Isaac Rosa (Sevilla, 1974) divide su tiempo en columnas para Eldiario.es y en escribir novelas. Fue Premio Rómulo Gallegos en 2005 con El vano ayer y su novela El país del miedo fue galardonada con el VIII Premio Fundación José Manuel Lara en 2008.
Con La habitación oscura, que obtuvo el Premio Cálamo al libro del año en 2013, Rosa se posiciona como uno de los nombres que pisan fuerte en el panorama literario español. En definitiva, nos encontramos ante una novela intensa y reflexiva que deja la acción aparte y se centra en el peso de la vida sobre los personajes, en la metáfora, en el interior.
Novelas de éstas habría que leer alguna al menos una vez al año. Para que no se nos olvide que somos seres frágiles a la luz del sol y que la oscuridad, tan incomprendida hoy en día, tan vapuleada, ejerce en ocasiones de centro neurálgico, de comodín, de madriguera donde ir y aniquilarse un rato.


Fin de fiestas, de J. S. De Montfort


Si uno se para un segundo a pensarlo, ¿qué es la vida si no una colección de experiencias, de recuerdos? Así, pum, un instante. Un chasquido de dedos. Una escena estática que nos trae un momento concreto del pasado, ni real ni inventado, un híbrido en la memoria. “De cuando Fulanita se largó de casa al fin”, “el día que perdí el autobús y me tocó volver andando bajo la lluvia”, “la fiesta de mi décimo quinto cumpleaños”. Todos tenemos historias así de normales. Fotografías en la memoria que uno recupera, que uno mismo entreteje, ordena y da sentido desde la subjetividad que permite el tiempo, ese que corre que se las pela. De esta guisa se me antojan los relatos que componen Fin de fiestas, de J. S. De Montfort (Suburbano Ediciones, 2014), como polaroids de la memoria, retratos de lo cotidiano,  hilvanadas y anecdóticas.
Fin de fiestas podría haber sido una novela si su autor hubiera querido. Sin embargo, prefirió dejarlo en uno de esos libros fronterizos, de género distraído, que no se adscriben del todo ni a la compilación de relatos ni a la novela. Pese a poseer género escurridizo, Montfort consigue que las piezas y engranajes de la historia encajen a la perfección, se derramen y descubran un dibujo. Se trata de un libro de relatos con un débil hilo conductor, pero que nos guía y maneja con pericia por derroteros prefijados. Lo cierto es que tenemos una obra que se lee de la mejor forma posible, pues Montfort ha sabido dar con el quid de la cuestión para retratar sin retratar, para trazar personajes sin saturar. Conviven todos en el mismo lugar y el mismo tiempo y forman parte del dibujo de una generación que crece y sobrevive a pesar de la crisis y, en ocasiones, a pesar de sí mismos.
Fin de fiestas se articula en torno a tres partes: “Otoño/invierno”, “Primavera/verano” y “El largo otoño”, partes que sirven de cicerone para el paso del tiempo y que enmarcan una serie de relatos independientes, necesarios todos ellos dentro del mapa interno de la obra, pero aparentemente anecdóticos. Son relatos de argumento sencillo, sin trama, sin giros, donde se nos presenta, en la mayoría de los casos, a un personaje que nos relata un momento de su vida en primera persona. Y esos personajes son los miembros de un antiguo grupo de amigos, de una banda de rockers que se niegan a madurar, La Tremenda Crew United, que ya comienzan a achacar el paso del tiempo y tras cuyas vidas transcurren las obsesiones (Lídice y el pez rojo), las venganzas un tanto psicóticas (Olor a pólvora y Ha sido Asier) o el desengaño (Se vende). Vidas de treintañeros valencianos que podrían ser las vidas de cualquiera. Sí, también la suya o la mía.
Es, por tanto, una obra polifónica, compuesta por muchas voces, muchos puntos de vista. Se me antoja al mismo tiempo sencilla y compleja. Sencilla porque esas voces no resultan estridentes ni saturan el oído. Es, en definitiva, siempre la misma voz la que habla, la voz del conjunto, del grupo, de una generación entera. Compleja porque tras el aparente lenguaje claro, tras la ausencia de adjetivos y las descripciones parcas, subyace un problema generacional, una decepción, un fracaso, una interpretación rubicunda que intenta contener esta estructura de trozos, de parches, tal vez para que no veamos toda la verdad que encierran estas líneas.
Uno tiene al final, cuando la fiesta acaba, la sensación de haber interrumpido algo, de haber estado espiando a través de la rendija de una puerta las historias, los pesares, las desesperanzas y los sueños de este grupo de chavales, que lo dieron todo en los salvajes años de juerga juvenil y que ahora, entre estas páginas, achacan la caída de una sociedad que, en su carrera hacia la madurez, seguía dándoles todo hasta que la crisis hizo su aparición.
J. S. De Montfort se estrena en el mundo de la ficción (que no de las letras) con Fin de fiestas. Ya lo conocíamos por sus reseñas y críticas literarias en revistas como el suplemento Cultura(s) de La Vanguardia, FronteraD, Artishock o Naif Magacine. Es, además, diplomado en Literatura creativa y graduado en Estudios ingleses.

Título: Fin de fiestas. Autor: J. S. De Montfort. Editorial: Suburbano. Año de publicación: 2014.

Ajedrez para un detective novato, de Juan Soto Ivars


Si existe algo necesario en este mundo, eso es sin duda un detective legendario. Podemos verlos por ahí con sus trajes caros, su elegancia innata, su fino olfato para descubrir el crimen, seguidos por una horda de fans. Ellos son los únicos capaces de librarnos de amenazas, así mismo legendarias, como son los asesinos homicidas, los locos psicópatas, los ninjas y los calamares gigantes. Amenazas que nublan el día a día de nuestra apacible sociedad. Juan Soto Ivars nos relata en Ajedrez para un detective novato (Algaida Ediciones, 2013) la historia de uno de esos hombres de justicia, a caballo entre el mito y la realidad.
La novela, escrita en primera persona y con el tópico del anciano que rememora su juventud, nos presenta a un personaje principal que habita a la sombra de los grandes. El protagonista y narrador, del que desconocemos su nombre hasta el final de la novela, malvive como negro literario de Vélez de Pucela, autor que triunfa en el mundo entero por las novelas que jamás escribió. Es esta una existencia trágica (como lo deben ser todas las existencias dignas de figurar entre las páginas de un libro), alimentada por la presencia de una novia ninfómana y una infancia marcada por el cariño hacia las bolsas de la basura. Cosas que tiene la vida. Sin embargo, la suerte del protagonista cambia cuando el crimen hace acto de presencia y uno de los detectives más importantes del momento se empeña en hacerlo su aprendiz. Esta es la historia de ese aprendizaje, de una partida de ajedrez que nunca acaba, y de un crimen sin resolver.
Nos encontramos ante una novela de potentes personajes. Toda la trama gira en torno a Marcos Lapiedra, detective que se caracteriza por su elegancia y buen hacer. Ser hipnótico y atractivo, rompe corazones y carreras delictivas a partes iguales. Conocedor de los secretos del oficio, nada lo perturba. Nada salvo la incompetencia de su aprendiz y el escurridizo asesino de prostitutas que va menguando tan preciosa población día sí, día también. Lapiedra enseña los secretos de su oficio (basados en estrategias infalibles como el dominio del ajedrez, el disfraz y el ejercicio de la memoria) a un desconcertado joven que se encuentra entre la espada y la pared. Y es que al protagonista no le queda más remedio si no quiere dar con sus huesos en la cárcel.
El detective novato es otro de los personajes sólidos. Como buen héroe evoluciona desde la torpeza a la profesionalidad, ayudado en algunas ocasiones por la voz de su intuición, un Pepito Grillo huidizo que sabe Dios por qué razones le susurra. El aprendiz se enfrenta a una preparación de élite junto a Lapiedra, y sale airoso por los pelos en casos tan peregrinos como las explosiones de retretes en los baños de la macrodiscoteca Viuda de Gómez, el atropello de un camión o los ataques de los ninjas de Banesto. Junto a este subalterno de Lapiedra, conoceremos los entresijos de la actividad detectivesca al mismo ritmo que los descubre él: de forma vertiginosa y no exenta de peligros. Actividades y secretos como la mentira de las huellas dactilares, o las prótesis a las que solo pueden acceder aquellos que pertenecen al gremio policial.
La novela se focaliza en el poder de la parodia y el absurdo del mejor Poncela. Las voces de los personajes poseen un regusto a Miguel Mihura que deja muy buen sabor de boca, y que convierte a esta novela en digna sucesora de esa tradición de lo inverosímil e ilógico. Tras ella acaba por esconderse la sátira social, un reflejo deformado de la realidad (como esos espejos del callejón del Gato de los que hablaba Valle) para todo aquel que sea audaz y sepa mirar. Es un mundo extraño el que nos muestra  Ivars, y nos lo muestra contándolo como el que no quiere la cosa. Una España que no es exactamente la nuestra, pero que nos resulta familiar en actitudes y hechos insólitos. Las situaciones descabelladas y los personajes esperpénticos se suceden y terminan por ir in crescendo, de forma que uno acaba por preguntarse cómo puede ser posible tanto despropósito.
El ritmo es raudo, el lenguaje sencillo, la frase corta. Ivars no necesita complicados artificios para llevar al lector hacia la perplejidad. Solo tiene que escoger a sus personajes (todos ellos completamente redondos) y soltarlos en el mundo, dejarles hablar. Sus claves son una parodia mordaz, una acertada mezcla de intriga y  humor, el encadenamiento de situaciones inverosímiles que, dentro de la ficción literaria, poseen toda la lógica del mundo.
Ajedrez para un detective novato sabe jugar con los tópicos. Adivina que nuestra mente de lectores está llena de imágenes arquetípicas de la novela negra, plagada de detectives con gabardinas y mujeres fatales que fuman en las esquinas y habitan un mundo corrupto y amargo. Todos esos tópicos dan vueltas en nuestra cabeza mientras se desmontan uno a uno y caen haciendo mucho ruido. Los antihéroes son así, singulares. Podríamos, tal vez, preguntárselo a Cervantes si se diera el milagro de tenerlo delante.
Algo parecido debió pensar el jurado del XVIII Premio Ateneo Joven de Sevilla cuando escogieron la novela de Juan Soto Ivars. Debieron de reír a carcajada limpia. El autor ya había destacado con otras publicaciones que le habían valido algún que otro premio. Su primera novela, Siberia (El Olivo Azul, 2012), obtuvo el Premio Tormenta al mejor autor revelación, y Ediciones B publicó La conjetura de Perelman en 2011. Pero es sin duda Ajedrez para un detective novato la novela con la que Ivars se sitúa en ese hemisferio mítico de los que enriquecen el panorama literario español. Justo y necesario.
Y es que hacen falta en el mundo novelas así, al igual que hacen falta más detectives legendarios. Máxime en estos tiempos de crisis que atormentan los titulares de los periódicos. El propio Juan Soto Ivars confesaba, hablando en el Ateneo de Sevilla, que empezó a escribir esta obra a raíz de la risa que le entró leyendo malas noticias en la prensa. No es nada descabellado y a muchos nos ocurre lo mismo varias veces al día. Porque en ocasiones se ríe uno por no llorar. Y porque, frente a la cruda realidad, la única arma del hombre sensato es una buena parodia.

domingo, 15 de abril de 2018

Fuera de temporada, de Alicia Plante


Sopla el viento de otoño en la costa de Pinamar y son pocos los seres que aciertan a pasear por sus playas ahora que el verano ha terminado. Alicia Plante nos propone con Fuera de temporada (Adriana Hidalgo Editora, 2013) un recorrido por esas costas semidesiertas, habitadas por individuos desganados, melancólicos, aquejados de esa amargura que a menudo asalta a aquellos que viven en lugares desnudos, glamurosos a rachas. Personas que pasaban inadvertidas cuando el balneario estaba lleno de turistas, y que en plena temporada baja se hacen más reales, nos hablan con su propia voz.
El argumento nos trae a un personaje central, el juez Leo Resnik, que por prescripción médica se encuentra viviendo en Pinamar, intentando superar el trauma de un accidente. Allí se cruza con diversos personajes, una suerte de comedia humana por la que desfila Battaglia, el comisario de permiso; el anciano Domingo con sus perros; el alemán Braum; Emilce, la recepcionista del balneario; Estela, la beata… Y Ramón Bastos, agente inmobiliario y  prohombre del lugar. Pero como nada es del todo apacible en este mundo, y ni mucho menos perfecto, la vida tranquila de Pinamar se ve truncada por la aparición de un cadáver, al que le siguen las subsiguientes pesquisas sobre el autor del asesinato que estos incómodos sucesos suelen acarrear. Será el juez Leo Resnik quien se verá en la obligación moral de llevar a cabo tales pesquisas y desenredar el anudado homicidio que implica, de forma directa o indirecta, a varios habitantes del lugar.
Es esta una novela caleidoscópica, un mosaico de vidas que termina por construir un solo dibujo: el relato de un crimen. A través del punto de vista múltiple y del discurso indirecto libre, Alicia Plante nos deja vislumbrar los interiores y las conciencias, y cómo (cada uno con sus motivos, cada uno sumido en su propio drama personal) todos los actores de esta historia terminan por coincidir en torno a un mismo hombre: Ramón Bastos, ser desagradable y ambicioso, especulador inmobiliario por más señas, totalmente libre de escrúpulos.
El crimen sobreviene hacia la mitad de la novela, que se estructura en torno a ese eje central: el asesinato. El antes es un desfile de personajes y vidas, sus cuitas, sus traumas, sus secretos. El después es el hallazgo, el dilema moral, la investigación. Cada capítulo se encuentra enfocado en un personaje y su conciencia, su vida y sus preocupaciones, de forma que uno permanece todo el tiempo a la expectativa de cuándo y cómo saltará la liebre, de qué manera terminará por explotar todo y en las narices de quién. Nos mantiene intrigados de la misma manera en la que uno espera que el mago encuentre la carta elegida entre toda la baraja. Sin duda el propósito del libro es hacernos reflexionar sobre la dicotomía universal  del bien y del mal, sobre lo justo y lo injusto, y lo consigue sin ser vertiginosa ni llena de acción. Es una intriga sosegada la de Alicia Plante, una intriga muy argentina.
Y es que el conflicto central no es solo un hombre muerto que aparece dentro de una fuente. Para nada. El conflicto es una cuita interna, un apuro moral. El eterno dilema entre lo apropiado de la justicia poética (esa que no sabe de leyes escritas) y la necesidad de una justicia hecha por los hombres. Lo correcto y lo legal son asuntos que no quieren darse la mano y que, no obstante, están condenados a encontrarse en estas playas de Pinamar.
Sin embargo, a pesar de todos los matices y todas las motivaciones que llevan a los hombres a hacer lo que hacen, al final el bueno es muy bueno y el malo es muy malo. Es muy posible que en la vida todo se reduzca a eso, que todo sea, al fin y al cabo, más sencillo de lo que imaginábamos. El resto, personas normales con sus cosas, seres intermedios que sirven, de una manera u otra, para abrir la duda de quién será la víctima y quién el verdugo. Protagonista y antagonista con valores éticos equidistantes, y dos víctimas: asesino y asesinado. Víctimas ambos de las circunstancias, de las ambiciones, de la sociedad, de sí mismos. A todo este tapiz cabe añadirle el trasfondo intertextual que recuerda, tal y como se indica en la propia novela, a cierta comedia de Lope de Vega.
El lenguaje que maneja Alicia Plante es rico, eficaz, preciso. Un estilo muy literario que no peca ni de poético ni de directo, que nos despliega recursos en su justa medida. El uso del estilo indirecto libre le permite a la autora insertar en la narración un cambio de registro, un habla coloquial que se adapta al personaje y lo retrata. Porque lo que aquí está en juego, y es uno de los puntos fuertes de esta historia, es el desfile de almas y caracteres, almas curtidas en muy diversas edades y clases sociales, y cómo todas terminan por converger en una aversión común: el desprecio hacia el abuso.
En general es una buena novela. Bien estructurada, equilibrada, con un estilo que nos atrapa. Y sin embargo, deja un poso amargo, un algo que, a mi modo de ver, no termina de hacer la novela redonda. La resolución del crimen se me representa fácil, rápida y con factor mediúmnico. Podría parecer que al protagonista le viene todo dado, puesto en bandeja, que no hay apenas obstáculos en la resolución de ese crimen ni en la defensa de los más necesitados. No se trata de una novela de suspense al estilo clásico, dado que no presenta un ritmo rápido y el crimen no es el centro de la historia, sino el envoltorio perfecto para la exposición de almas, para el retrato. Una excusa, si se prefiere. Fundamentada y lógica, eso por supuesto.
Alicia Plante nace en Buenos Aires y ha consagrado su vida a la literatura, tanto en el ámbito poético como en el narrativo. Comienza su andadura en 1970 con el poemario Asumiendo mi alma, al que le seguirían los títulos Un aire de familia (Premio Azorín de Novela, 1990), El círculo imperfecto (Editorial Sudamericana, 2004) y Una mancha más (Adriana Hidalgo editora, 2011) Con Fuera de temporada, Alicia Plante se sitúa como un nombre muy interesante en el panorama literario que conviene explorar con pausa, deteniéndose en cada esquina.

El unicornio, de Irish Murdoch


Quienes me conocen saben que me fascinan los escenarios góticos. Tardes tormentosas, eternos e infames días grises, melancólicos paisajes de antaño. Jardines tétricos en ruinas y personajes de carácter decadente. Opino que la decadencia y la oscuridad deben entretejerse tanto en la literatura como en la vida, y eso lo sabe todo aquel que alguna vez se ha dejado atrapar por algún hechizo, sea de la naturaleza que sea. Pero ese es otro tema, tal vez asunto de otro libro.
El caso es que El unicornio es una de esas novelas hechizantes. Y juro que, tras leerla, aún no sabría decir por qué. Quizás por la atmósfera cerrada, por el escenario siempre gris, por los personajes tan reales como la mano con la que escribo y al mismo tiempo tan etéreos. Corre por estas páginas una suerte de irrealidad tangible que afecta a todo y a todos y que acaba por contagiar al que lee.
El unicornio cuenta la historia de Marian Tylor, una joven que acude al castillo de Gaze contratada como institutriz. El castillo se encuentra en un lugar remoto y desolado, habitado por unos personajes que no son lo que parecen. Marian descubrirá nada más llegar, entre la inquietud y el miedo, que todo gira entorno a Hannah, la dama a quién ella debe acompañar y leer poesía en francés. Custodiada por los demás habitantes, Hannah vive lánguida y resignada en su castillo, del que no puede salir so pena de que caiga sobre ella una maldición.
Escrito en tercera persona, Iris Murdoch nos cuenta esta historia utilizando varios puntos de vista, cambiando el foco de un personaje a otro según los capítulos, intercalando misivas para dar al lector información extra. Se trata de una narración lineal, pero rica. Una estructura en planteamiento-nudo-desenlace, una historia que se cierra, pero que posee toda la variedad de los relatos bajo distintos puntos de vista, pasando de Marian a Effingham y de Effingham a Marian, personajes que, junto a la mítica Hannah, pueden considerarse principales.
Son los personajes el punto fuerte de esta narración. En el centro de todos encontramos a Hannah, mártir, víctima, resignada criatura que, como la bella durmiente, ha de permanecer siete años confinada en pago de un crimen que (no sabemos si) cometió. Siete. El número mágico de los cuentos. Porque todo en esta novela está tocado por el simbolismo de la cuentística tradicional. Y simbólico es, a su vez, el trasfondo, el fin último de la narración, símbolos que habrá que buscar el lector pues se encuentran detrás de lo aparente.
El ambiente es otro de los puntos fuertes. No es que la autora dedique páginas y páginas a describir y crear una atmósfera. No. Esta aparece sola. Es una sensación, algo que resulta palpable, evidente, que está ahí aunque no se diga. Se produce un cierto hipnotismo al leer estas páginas, como si, por arte del hada malvada, uno hubiera entrado a formar parte de ese mundo aberrante, extraño, congelado en un tiempo fuera del tiempo. Un mundo demencial donde todo parece estar bajo un hechizo, donde todo es simbólico y recuerda a las leyes que rigen los cuentos tradicionales.

Neoplatonismo y amor cortés, el amor puro que es sufrimiento y no debe corromperse. El sufrimiento como instrumento de poder. La expiación de crímenes. Son ideas que lanzo al aire, cuestiones enormes que aborda esta novela como el que no quiera la cosa. No hay un único tema en El unicornio, son legión. Es un libro difícil y profundo abordado, a mi parecer, como si no lo fuera. No cuesta leer El unicornio. No es una prosa sesuda y hermética. Se trata de una complejidad a capas, cada cual se interne hasta donde quiera. Una complejidad que se encuentra detrás de una acción, una trama, unos personajes de novela gótica que se hacen bastante atractivos. El libro engancha. Y lo recomiendo totalmente.
Iris Murdoch (1919-1999), escritora y filósofa irlandesa, es más conocida en nuestro país por obras como Bajo la red  o El príncipe negro, pero en El unicornio encontramos el elemento que nos faltaba, la última pieza del puzle, la que desbarata todo el puzle. El unicornio es una obra anómala dentro de la bibliografía de Murdoch, pero en la cual podemos ver  obsesiones y temas que aparecen recurrentemente en sus novelas. En definitiva, una pequeña joya.

Título: El unicornio. Autor: Iris Murdoch. Editorial: Impedimenta. Año de publicación: 2014. ISBN: 978-84-15979-15-9.



(Esta reseña fue originariamente publicada en la revista Vísperas)

sábado, 14 de abril de 2018

Adriático, de Eva Díaz Pérez.


Título: Adriático.
Autor: Eva Díaz Pérez.
Editorial: Fundación José Manuel Lara
Año de publicación: 2013.
Páginas: 256.

Existe un tipo de novela sensorial, como nacida de una inspiración secreta y sutil, que tiene el poder de representar en la mente del lector sonidos, olores y formas. Novelas que transportan, que tocan, que contagian. Adriático es una de esas novelas. Delicada. Táctil. Vespertina. Como si estuviera hecha de alabastro.
Se trata de una suerte de intrahistoria de los objetos olvidados en el fondo de los canales de Venecia, mecidos por los siglos. Unas dentro de otras, enlazadas, las historias caminan de la mano. Y el resultado final es este tapiz compacto de objetos, familias y palacios.
El argumento general es la labor del profesor jubilado Vittorio Brunelleschi, al que la Municipalidad de Venecia le encarga librar del fondo de la laguna aquellos objetos perdidos año tras año, a la búsqueda de piezas de verdadero interés histórico. Así, el viejo profesor rescata de las aguas cosas tan variopintas como una sandalia, un carruaje, el maletín de un perfumista, libros, o los restos de los desposorios de Venecia con el mar. Junto a esta labor de arqueología acuática, Vittorio Brunellesqui se ve atrapado por el peso legendario de su familia, peso que el hecho de cohabitar con fantasmas no mejora, y con el recuerdo de los días en Trieste. Es esta, en realidad, la historia de dos ciudades. La una, Venecia; la otra, Trieste. Ambas recubiertas de una pátina de decadencia y melancolía, ambas bañadas por el Adriático.
La novela se inicia con un cadáver que flota en las aguas de la laguna. El cuerpo sangrante de una dama, con pelo de olor a uvas, y una ciudad sumida en el sueño que es testigo mudo de tal despropósito. Tras este episodio inicial, se nos presenta al personaje central, el tal Vittorio Brunelleschi. Habitante del Palazzo del Aire, pasa los días contemplando tapices ajados, pasillos, habitaciones, antiguos muebles y reliquias de antaño. Último inquilino del palacio familiar, preso ahora del declive, es capaz de atisbar, noche sí, noche también, la presencia de sus ancestros con los que se cruza en las escaleras o con los que coincide tras el tapiz favorito de la tía abuela Agnese.
El tiempo en Venecia transcurre apacible, solo alterado por las mañanas de búsqueda a bordo de la vieja barca y el posterior análisis y clasificación de las piezas recuperadas. El profesor concibe este trabajo como tedioso, una forma de aparcar al viejo dinosaurio que él es, dándole una ocupación propia de becarios. O de basureros. La compañía de Pietro, su empleado, no alivia el panorama. Sin embargo, recobrarse cosas, se recobran. Esta ocupación será la clave estructural de la novela, pues capítulo a capítulo vemos cómo se suceden los hallazgos (interesantes unos, intrascendentes para la historia otros) y cómo a continuación se nos narra el proceso de la pérdida del objeto en cuestión. Encontramos, pues, una ida y una venida del presente al pasado. A Vittorio clasificando antiguallas oxidadas, y a sus dueños perdiéndolas a través de las épocas. Y es que el presente y el pasado terminan por ser uno en lo más profundo de esta historia, hilos entretejidos del misterioso paño que es la vida.
Sabemos que la realidad se confecciona con detalles, y detalles son los que Eva Díaz nos da. Detalles sensoriales, visuales, que hablan del amor por los objetos, objetos que son la representación de cada tiempo, el símbolo de cada etapa en esta curiosa estampa de Venecia. De Venecia y de Vittorio, el último de su estirpe. Soplan los vientos entre los edificios de la ciudad, y de igual manera la novela se estructura en tres partes que llevan los nombres de estos aires: Siroco, Bora y Maestral. Y así va y viene la memoria de Vittorio (y la de Pietro, su ayudante, a caballo entre jóvenes judías y ratas fantasmales) a lo largo y ancho de los cincuenta y ocho capítulos. Memoria iniciada en su vejez y que se retrotrae a Trieste, etapa de años felices y de huida (porque un hombre que no trata de escapar de su familia alguna vez en su vida, no es un hombre), de matrimonio y viudez.
El personaje de Vittorio es sólido, tanto como solo saben serlo los personajes que asoman en las novelas sobre Venecia. Tiene un algo de la ciudad dentro de sí, como si no se concibiera enmarcado en otro espacio. Vittorio, en su vejez, es un hombre tenue, reflexivo, melancólico. Es un personaje que convive con fantasmas y que de alguna manera posee cierta sabiduría espectral dentro de sí. Esas cosas raras que se llevan en la sangre.
De igual manera bien definido encontramos a Pietro, personaje que me fascina especialmente. Viejo de pasado turbio, buscavidas amigo de la botella, es un elemento narrativo al que casi podemos oler. Huele a costra, sudor añejo y licor macerado en su cuerpo noche tras noche. Pudiera ser el contrapunto al bueno de Vittorio, todo sensatez y seriedad. Un contrapunto necesario.
No predomina la acción en la novela. Se me antoja un relato estático, reflexivo, descriptivo, pero terriblemente hermoso. Es una de esas novelas para evocar, para perderse dentro, tan raras hoy en día. El estilo de Eva Díaz es en extremo literario, rayano con lo poético y, sin embargo, es un estilo ágil, fluido, que engancha. Insinuante. Acorde con lo que se narra. Los lectores terminamos por verlo todo (y tocarlo, y olerlo), desde la mohosa escalera de piedra del Palazzo hasta la sandalia huida del pie de una turista. Y no es porque Eva Díaz nos lo describa a la manera galdosiana, dando cuenta de infinitesimales detalles. No. Para nada. Usa la palabra certera, la imagen precisa, la descripción corta, pero efectiva. Nos crea así una ambientación crepuscular con algo de novela gótica. Un ambiente que es un híbrido entre el hoy y el antes. Todo un acierto.
Adriático forma parte de una serie de novelas en las que la autora pretende recrear Europa para nosotros, sus lectores. Un pequeño trozo del Viejo Mundo entre las páginas de un libro. No podría pedirse más. Por el momento, Adriático ha sido merecedora del VII Premio Málaga de Novela y para mí Eva Díaz ha quedado apuntada en la agenda de “cosas que hay que leer sí o sí”.
No puedo concluir esta reseña sin dejar constancia escrita de que, tras leer Adriático, me entraron unas ganas terribles de viajar a Venecia y tratar de encontrar el viejo Palazzo del Aire. Imagino que a ustedes les ocurrirá lo mismo. Si así fuera, nos vemos por allí mecidos por los canales.



(Esta reseña fue publicada en la revista Vísperas en el años 2014.)