Si
existe algo necesario en este mundo, eso es sin duda un detective legendario.
Podemos verlos por ahí con sus trajes caros, su elegancia innata, su fino
olfato para descubrir el crimen, seguidos por una horda de fans. Ellos son los
únicos capaces de librarnos de amenazas, así mismo legendarias, como son los
asesinos homicidas, los locos psicópatas, los ninjas y los calamares gigantes. Amenazas
que nublan el día a día de nuestra apacible sociedad. Juan Soto Ivars nos
relata en Ajedrez para un detective
novato (Algaida Ediciones, 2013) la historia de uno de esos hombres de
justicia, a caballo entre el mito y la realidad.
La
novela, escrita en primera persona y con el tópico del anciano que rememora su
juventud, nos presenta a un personaje principal que habita a la sombra de los
grandes. El protagonista y narrador, del que desconocemos su nombre hasta el
final de la novela, malvive como negro literario de Vélez de Pucela, autor que
triunfa en el mundo entero por las novelas que jamás escribió. Es esta una
existencia trágica (como lo deben ser todas las existencias dignas de figurar
entre las páginas de un libro), alimentada por la presencia de una novia
ninfómana y una infancia marcada por el cariño hacia las bolsas de la basura.
Cosas que tiene la vida. Sin embargo, la suerte del protagonista cambia cuando
el crimen hace acto de presencia y uno de los detectives más importantes del
momento se empeña en hacerlo su aprendiz. Esta es la historia de ese
aprendizaje, de una partida de ajedrez que nunca acaba, y de un crimen sin
resolver.
Nos
encontramos ante una novela de potentes personajes. Toda la trama gira en torno
a Marcos Lapiedra, detective que se caracteriza por su elegancia y buen hacer.
Ser hipnótico y atractivo, rompe corazones y carreras delictivas a partes
iguales. Conocedor de los secretos del oficio, nada lo perturba. Nada salvo la
incompetencia de su aprendiz y el escurridizo asesino de prostitutas que va menguando
tan preciosa población día sí, día también. Lapiedra enseña los secretos de su
oficio (basados en estrategias infalibles como el dominio del ajedrez, el
disfraz y el ejercicio de la memoria) a un desconcertado joven que se encuentra
entre la espada y la pared. Y es que al protagonista no le queda más remedio si
no quiere dar con sus huesos en la cárcel.
El
detective novato es otro de los personajes sólidos. Como buen héroe evoluciona
desde la torpeza a la profesionalidad, ayudado en algunas ocasiones por la voz
de su intuición, un Pepito Grillo huidizo que sabe Dios por qué razones le
susurra. El aprendiz se enfrenta a una preparación de élite junto a Lapiedra, y
sale airoso por los pelos en casos tan peregrinos como las explosiones de
retretes en los baños de la macrodiscoteca Viuda de Gómez, el atropello de un
camión o los ataques de los ninjas de Banesto. Junto a este subalterno de
Lapiedra, conoceremos los entresijos de la actividad detectivesca al mismo
ritmo que los descubre él: de forma vertiginosa y no exenta de peligros.
Actividades y secretos como la mentira de las huellas dactilares, o las
prótesis a las que solo pueden acceder aquellos que pertenecen al gremio
policial.
La
novela se focaliza en el poder de la parodia y el absurdo del mejor Poncela. Las
voces de los personajes poseen un regusto a Miguel Mihura que deja muy buen
sabor de boca, y que convierte a esta novela en digna sucesora de esa tradición
de lo inverosímil e ilógico. Tras ella acaba por esconderse la sátira social,
un reflejo deformado de la realidad (como esos espejos del callejón del Gato de
los que hablaba Valle) para todo aquel que sea audaz y sepa mirar. Es un mundo
extraño el que nos muestra Ivars, y nos
lo muestra contándolo como el que no quiere la cosa. Una España que no es
exactamente la nuestra, pero que nos resulta familiar en actitudes y hechos
insólitos. Las situaciones descabelladas y los personajes esperpénticos se
suceden y terminan por ir in crescendo,
de forma que uno acaba por preguntarse cómo puede ser posible tanto
despropósito.
El
ritmo es raudo, el lenguaje sencillo, la frase corta. Ivars no necesita
complicados artificios para llevar al lector hacia la perplejidad. Solo tiene
que escoger a sus personajes (todos ellos completamente redondos) y soltarlos
en el mundo, dejarles hablar. Sus claves son una parodia mordaz, una acertada
mezcla de intriga y humor, el
encadenamiento de situaciones inverosímiles que, dentro de la ficción
literaria, poseen toda la lógica del mundo.
Ajedrez para un detective
novato sabe jugar con los tópicos. Adivina que nuestra mente
de lectores está llena de imágenes arquetípicas de la novela negra, plagada de
detectives con gabardinas y mujeres fatales que fuman en las esquinas y habitan
un mundo corrupto y amargo. Todos esos tópicos dan vueltas en nuestra cabeza
mientras se desmontan uno a uno y caen haciendo mucho ruido. Los antihéroes son
así, singulares. Podríamos, tal vez, preguntárselo a Cervantes si se diera el
milagro de tenerlo delante.
Algo
parecido debió pensar el jurado del XVIII Premio Ateneo Joven de Sevilla cuando
escogieron la novela de Juan Soto Ivars. Debieron de reír a carcajada limpia.
El autor ya había destacado con otras publicaciones que le habían valido algún
que otro premio. Su primera novela, Siberia
(El Olivo Azul, 2012), obtuvo el Premio Tormenta al mejor autor revelación, y
Ediciones B publicó La conjetura de
Perelman en 2011. Pero es sin duda Ajedrez
para un detective novato la novela con la que Ivars se sitúa en ese hemisferio
mítico de los que enriquecen el panorama literario español. Justo y necesario.
Y
es que hacen falta en el mundo novelas así, al igual que hacen falta más
detectives legendarios. Máxime en estos tiempos de crisis que atormentan los
titulares de los periódicos. El propio Juan Soto Ivars confesaba, hablando en
el Ateneo de Sevilla, que empezó a escribir esta obra a raíz de la risa que le
entró leyendo malas noticias en la prensa. No es nada descabellado y a muchos
nos ocurre lo mismo varias veces al día. Porque en ocasiones se ríe uno por no
llorar. Y porque, frente a la cruda realidad, la única arma del hombre sensato
es una buena parodia.