lunes, 16 de abril de 2018

Ajedrez para un detective novato, de Juan Soto Ivars


Si existe algo necesario en este mundo, eso es sin duda un detective legendario. Podemos verlos por ahí con sus trajes caros, su elegancia innata, su fino olfato para descubrir el crimen, seguidos por una horda de fans. Ellos son los únicos capaces de librarnos de amenazas, así mismo legendarias, como son los asesinos homicidas, los locos psicópatas, los ninjas y los calamares gigantes. Amenazas que nublan el día a día de nuestra apacible sociedad. Juan Soto Ivars nos relata en Ajedrez para un detective novato (Algaida Ediciones, 2013) la historia de uno de esos hombres de justicia, a caballo entre el mito y la realidad.
La novela, escrita en primera persona y con el tópico del anciano que rememora su juventud, nos presenta a un personaje principal que habita a la sombra de los grandes. El protagonista y narrador, del que desconocemos su nombre hasta el final de la novela, malvive como negro literario de Vélez de Pucela, autor que triunfa en el mundo entero por las novelas que jamás escribió. Es esta una existencia trágica (como lo deben ser todas las existencias dignas de figurar entre las páginas de un libro), alimentada por la presencia de una novia ninfómana y una infancia marcada por el cariño hacia las bolsas de la basura. Cosas que tiene la vida. Sin embargo, la suerte del protagonista cambia cuando el crimen hace acto de presencia y uno de los detectives más importantes del momento se empeña en hacerlo su aprendiz. Esta es la historia de ese aprendizaje, de una partida de ajedrez que nunca acaba, y de un crimen sin resolver.
Nos encontramos ante una novela de potentes personajes. Toda la trama gira en torno a Marcos Lapiedra, detective que se caracteriza por su elegancia y buen hacer. Ser hipnótico y atractivo, rompe corazones y carreras delictivas a partes iguales. Conocedor de los secretos del oficio, nada lo perturba. Nada salvo la incompetencia de su aprendiz y el escurridizo asesino de prostitutas que va menguando tan preciosa población día sí, día también. Lapiedra enseña los secretos de su oficio (basados en estrategias infalibles como el dominio del ajedrez, el disfraz y el ejercicio de la memoria) a un desconcertado joven que se encuentra entre la espada y la pared. Y es que al protagonista no le queda más remedio si no quiere dar con sus huesos en la cárcel.
El detective novato es otro de los personajes sólidos. Como buen héroe evoluciona desde la torpeza a la profesionalidad, ayudado en algunas ocasiones por la voz de su intuición, un Pepito Grillo huidizo que sabe Dios por qué razones le susurra. El aprendiz se enfrenta a una preparación de élite junto a Lapiedra, y sale airoso por los pelos en casos tan peregrinos como las explosiones de retretes en los baños de la macrodiscoteca Viuda de Gómez, el atropello de un camión o los ataques de los ninjas de Banesto. Junto a este subalterno de Lapiedra, conoceremos los entresijos de la actividad detectivesca al mismo ritmo que los descubre él: de forma vertiginosa y no exenta de peligros. Actividades y secretos como la mentira de las huellas dactilares, o las prótesis a las que solo pueden acceder aquellos que pertenecen al gremio policial.
La novela se focaliza en el poder de la parodia y el absurdo del mejor Poncela. Las voces de los personajes poseen un regusto a Miguel Mihura que deja muy buen sabor de boca, y que convierte a esta novela en digna sucesora de esa tradición de lo inverosímil e ilógico. Tras ella acaba por esconderse la sátira social, un reflejo deformado de la realidad (como esos espejos del callejón del Gato de los que hablaba Valle) para todo aquel que sea audaz y sepa mirar. Es un mundo extraño el que nos muestra  Ivars, y nos lo muestra contándolo como el que no quiere la cosa. Una España que no es exactamente la nuestra, pero que nos resulta familiar en actitudes y hechos insólitos. Las situaciones descabelladas y los personajes esperpénticos se suceden y terminan por ir in crescendo, de forma que uno acaba por preguntarse cómo puede ser posible tanto despropósito.
El ritmo es raudo, el lenguaje sencillo, la frase corta. Ivars no necesita complicados artificios para llevar al lector hacia la perplejidad. Solo tiene que escoger a sus personajes (todos ellos completamente redondos) y soltarlos en el mundo, dejarles hablar. Sus claves son una parodia mordaz, una acertada mezcla de intriga y  humor, el encadenamiento de situaciones inverosímiles que, dentro de la ficción literaria, poseen toda la lógica del mundo.
Ajedrez para un detective novato sabe jugar con los tópicos. Adivina que nuestra mente de lectores está llena de imágenes arquetípicas de la novela negra, plagada de detectives con gabardinas y mujeres fatales que fuman en las esquinas y habitan un mundo corrupto y amargo. Todos esos tópicos dan vueltas en nuestra cabeza mientras se desmontan uno a uno y caen haciendo mucho ruido. Los antihéroes son así, singulares. Podríamos, tal vez, preguntárselo a Cervantes si se diera el milagro de tenerlo delante.
Algo parecido debió pensar el jurado del XVIII Premio Ateneo Joven de Sevilla cuando escogieron la novela de Juan Soto Ivars. Debieron de reír a carcajada limpia. El autor ya había destacado con otras publicaciones que le habían valido algún que otro premio. Su primera novela, Siberia (El Olivo Azul, 2012), obtuvo el Premio Tormenta al mejor autor revelación, y Ediciones B publicó La conjetura de Perelman en 2011. Pero es sin duda Ajedrez para un detective novato la novela con la que Ivars se sitúa en ese hemisferio mítico de los que enriquecen el panorama literario español. Justo y necesario.
Y es que hacen falta en el mundo novelas así, al igual que hacen falta más detectives legendarios. Máxime en estos tiempos de crisis que atormentan los titulares de los periódicos. El propio Juan Soto Ivars confesaba, hablando en el Ateneo de Sevilla, que empezó a escribir esta obra a raíz de la risa que le entró leyendo malas noticias en la prensa. No es nada descabellado y a muchos nos ocurre lo mismo varias veces al día. Porque en ocasiones se ríe uno por no llorar. Y porque, frente a la cruda realidad, la única arma del hombre sensato es una buena parodia.