martes, 18 de septiembre de 2018

El genio que pintó el retrato oval, de Ángeles Mora


                                                            El genio que pintó el retrato oval.
Ángeles Mora.
El Libro Feroz Editorial.
26 páginas.
6 €


Ángeles Mora nos tiene muy acostumbrados a lo bueno. Desde sus relatos en publicaciones como Calabazas en el trastero (Saco de Huesos ediciones) pasando por Ecos en el páramo (Niebla editorial, 2016) y el inquietante álbum ilustrado Piensa en otra cosa (Libro Feroz, 2017), Ángeles me fascina. Por su dominio de la técnica y su mano para crear atmósferas oscuras. Por sus raíces clásicas que traen ecos de los relatos de antaño, los decimonónicos, los buenos.
En esta ocasión tengo entre manos una publicación curiosa. Numerada y exclusiva, trabajada con mucho mimo, tal y como suelen ser los libros que llevan el sello de El Libro Feroz. Se trata del relato El genio que pintó el retrato oval, editado en formato ligero, un cuadernillo de 26 páginas, perfecto para ser devorado en una tarde. La portada es obra de la joven artista Verónica Márquez y la considero un acierto: es limpia y sugerente, tiene esa sencillez que lo dice todo.
Ángeles Mora, con un estilo impecable, construye una historia entretenida y tenebrosa, de claros tintes góticos (con elementos foscos, que diría aquel) a partir de la narración de Edgar Allan Poe. Posee todos los ingredientes: castillo abandonado, crímenes sin resolver, leyendas y la presencia del misterioso retrato oval de una dama. No diré más. Es un relato de corte clásico, donde escuchamos la voz de un protagonista en primera persona que asiste fascinado a una serie de descubrimientos macabros en el caserón en ruinas que se dispone a restaurar. La atmósfera es el punto fuerte de Ángeles. Usa descripciones sobrias y precisas para enriquecer una prosa a su vez sobria y precisa, muy en consonancia con esa forma de contar decimonónico. Pero que no se asuste nadie: es una prosa decimonónica, pero no. Un ser sin serlo. Nada huele a antiguo ahí dentro, y el lector es capaz de dejarse envolver por la ya mencionada atmósfera y por lo extraño de los acontecimientos que se narran. Jamás el lector se aleja de la historia.

El Libro Feroz, por su parte, es una pequeña editorial afincada en Huelva a la que hay que empezar a seguir muy de cerca. A mí me ganaron con Piensa en otra cosa, con el acabado perfecto de sus libros y un catálogo que va creciendo lento, pero seguro. Me alegra que esta editorial incorpore obras de género como Piensa en otra cosa y ahora El genio que pintó el retrato oval. Siempre es un soplo de aire fresco cuando el género se cocina lejos del fandom, no me cansaré de decirlo. El pequeño formato, manejable y asequible, listo para consumir de una sentada, es otro de los aspectos que me atraen. Reconozco que funciona. Así que, sin más, les deseo una larga andadura.


lunes, 10 de septiembre de 2018

Mandíbula, de Mónica Ojeda



Totalmente brutal. Dicho así, sin paliativos. Así de claro. Una novela cruda, siniestra, de las que remiten a un miedo primigenio que habita dentro de nosotros en estado latente, a la espera de los resortes oportunos para aflorar. Un miedo que aguarda en lo más profundo de una generación (la edad blanca, quién la pillara), de una sociedad viciada y, en el fondo, supersticiosa (aún, todavía, a pesar de)
Mónica Ojeda usa una prosa poética llena de imágenes y connotaciones para narrar hechos violentos, se las arregla para mostrar una suerte de sensualidad de lo cruel, de belleza de lo enfermizo. Su prosa nos arrastra y nos inquieta.
No sé si Mandíbula es una novela de terror. No lo sé. Solo sé que asusta, que todo en ella asusta. Y que me declaro fan incondicional de Ojeda y de Ediciones Candaya. Me han ganado.  

martes, 28 de agosto de 2018

Unidades



La culpa de todo la tiene esa manía de descomponerlo todo en pequeñas unidades, en miles de millones de partes constitutivas, porciones lingüísticas aisladas, únicas hasta la locura. Morfología, hermosas y frágiles categorías discursivas, sustantivos, adjetivos, funciones sintácticas, estructuras circulares.
Y quién sabe qué más.
Por eso me tumbé y empecé a descomponer mi dormitorio como si fuera un texto, siempre reservando un lugar muy especial para la cama. Comencé por la mesita de noche e hice morfemas y monemas. Seguí por la cómoda, de la que salieron mil setecientas partes sin contar los cajones y las mangas de las camisas. Luego vino el rincón derecho, los flecos de la colcha, el maravilloso signo de la lamparilla colgando con actitud de lexema y las tres mil trescientas sesenta y ocho pelusas que abracé con desconsuelo. Después empecé por mi pie. Un dedo, dos dedos, tres dedos, diez, doce, quince dedos. Cuatro mil partes en su conjunto formaban mi cuerpo, entre verbos y nexos de oraciones, todos radicales y excelsos.
Estornudé un sintagma que se fundió entre las sábanas con un deje poético. Me pesaban los párpados, se me cerraban sin querer los elementos del lenguaje, fundamentales para la correcta interpretación de mis partes retóricas, novecientas en total.
Y lo supe. Fui consciente de ello. Supe que la culpa de todo la tienen cada una de mis pestañas. Lo supe cuando acabé de contarme. Después intenté ponerme de pie. Y no pude.

jueves, 23 de agosto de 2018

Perfecto



Y sin embargo, había algo en él que no era del todo normal. Su forma de respirar. Esos ruiditos mientras dormía. Aquel ronroneo metálico. Demasiado apacible y rítmico para ser verdad.
Es solo que debemos acostumbrarnos a él. Se trata de la inseguridad de los padres primerizos. Relee el libro. Es de lo más normal. Martin miraba al bebé con dulzura, ajeno a todo, y Sofie pensó que tal vez tuviera razón.
Quizás se estaba volviendo un poco paranoica. Por la novedad y todo eso. Porque un niño en casa te cambia la vida y a lo mejor una empieza a ver cosas raras por todas partes. Lo cierto es que el niño era normal. Más que normal: era perfecto. Así lo aseguraba el certificado del Centro de Fertilidad. Genes seleccionados, cribado de cromosomas fiable al cien por cien, células cultivadas para ser infalibles. Sin margen de error.
Y sin embargo, estaba aquella mirada. No era exactamente la mirada que se espera en un recién nacido, algo idiota y desenfocada. Era una mirada como de alguien que supiera cosas. Con un brillo inteligente, como si el bebé adivinara de antemano qué iba a pasar cuando ellos entraban en la habitación, qué iban a decir, qué tono de voz iban a usar. Y después estaba el hecho de que sus horarios eran exactos. Como si estuviera programado. Sofie sacudió la cabeza y trató de alejar esos pensamientos. No tenía sentido. Un bebé es un bebé y solo duerme, llora, come y ensucia pañales. Punto. Un bebé no te observa, ni predice tu comportamiento, ni te mira como si estuviera analizándote y fuera a emitir un informe por fax.
Sofie se acercó a la cuna y lo observó mientras dormía. Perfecto, tan perfecto. Recordaba las palabras del folleto de la clínica, memorizadas a base de leerlas mil veces. «Embriones seleccionados creados a partir de su propio óvulo. Mejorados para evitar enfermedades. Sin duda, la mejor parte de ustedes». Se habían convencido al instante, después de ver las instalaciones y de cómo sería todo el proceso. Algunas muestras de tejidos, la reproducción en una probeta y, al cabo de unos meses, salir por aquella puerta con su bebé en brazos. Un sueño hecho realidad cuando ya se habían dado por vencidos y creían que jamás llegarían a ser padres.
Sofíe acarició con un dedo la cara del pequeño y sonrió. Caminó hasta el cuarto de baño y tomó sus pastillas. Las pastillas de no pensar, como las llamaba Martin. Después se inclinó sobre la cuna y cogió al niño en brazos. Hermoso y perfecto. Y sin embargo… Llevó el oído al pecho del bebé. Ahí estaba otra vez. Ese tic-tac extraño. Ese runrún como de maquinaria. El niño entornó los ojos y Sofie creyó ver cómo uno de los párpados se le atascaba. Algo dentro del bebé zumbó, se reseteó y comenzó de nuevo. Sofie agitó la cabeza y decidió centrarse en mecer al bebé. Allí estaba. Y ahora era suyo. Después de tanto tiempo.

viernes, 6 de julio de 2018

Los bosques imantados, de Juan Vico.


El ser humano necesita creer en algo. Lo necesita. Con todas sus fuerzas. Y es por eso —y porque de alguna forma debe dar explicación a la muerte inevitable— por lo que inventa una cosmogonía, una mitología, unas religiones. Una idea de Dios y un culto. Pero cuando esa idea de Dios no es suficiente, el ser humano sigue necesitando creer en algo. Y se apoya entonces en disciplinas alternativas, en la magia, en la superstición, en lo new age o en pseudociencias. Poco importan los lugares o las épocas: el fenómeno es el mismo. Gentes que necesitan ser engañadas y otras que se dedican a engañar, el ciclo de la creencia.
Los bosques imantados cuenta la historia de Victor Blum, periodista del Le Siècle y biógrafo de Robert-Houdin, en el momento en que viaja al bosque de Samiel, en una localidad rural de Francia, para cubrir el evento del año: la aparición de Locusto y el eclipse que recargará la magia del lugar. A su misión de poner al descubierto los engaños de Locusto (estudioso de lo oculto y revitalizador de las teorías del magnetismo animal) se le añaden otros hechos inquietantes: la profanación de la iglesia de Saint-Boffon y el hallazgo del cadáver de un dibujante en el bosque. Los encuentros con la fauna local y con viajeros llegados para el eclipse, creyentes acérrimos de la magia del bosque, se suman a las investigaciones de Blum.
La trama avanza con una estructura clásica, todo un homenaje a las novelas de misterio decimonónicas. En Los bosques imantados, a pesar del homenaje, Vico nos cuenta la historia desde la ironía, haciendo hincapié en el trasfondo mucho más que en los incidentes que llevan a los personajes de un lado a otro, configurando un relato que puede disfrutarse a capas, desde las más superficiales hasta las más profundas, a gusto de cada cual. Todo ello lo separa de la tradición, del misterio al uso, y añade una vuelta de tuerca más al género. 
Flota por toda la novela cierta dualidad, dicotomías interesantes que rozan a los personajes, que circulan por las escenas. Razón/magia, realidad/sueños, intuición/experiencia, nuevo/viejo. Contradicciones necesarias que dan al conjunto mayor profundidad. El XIX no deja de ser un siglo contradictorio, enganchado a la ciencia y a lo gótico, a la luz y a la noche, y así queda reflejado en cada página. Sin embargo, Vico nos sumerge en la época de manera sutil, sin aspavientos. El ambiente se limita a alusiones en la ropa, en objetos. Son pinceladas aquí y allá. Lo decimonónico es una sensación, no una descripción exhaustiva. El lenguaje es sencillo, directo; en muchas ocasiones, poético. Y sin embargo, no desentona, no saca del ambiente ni destruye la atmósfera. Y es que la novela se ambienta en la Francia rural del siglo XIX, pero podría estar hablándonos del aquí y ahora, tanto en fondo como en forma.
El magnetismo animal o mesmerismo, de la mano del bosque de Samiel, opera en la novela de elemento simbólico para representar la atracción por lo pseudocientífico. La necesidad de ser alcanzados por otra realidad que mejore esta realidad, otra a la que podemos llamarle X. Cada cual rellene el hueco a voluntad y escoja ovnis, vírgenes, espíritus, dioses. El mensaje de la atracción por lo extraño trasciende, y trasciende porque es actual. Lo mismo sucede con el de la manipulación, porque la manipulación es otro de los mensajes que asoman en Los bosques imantados. La manipulación por medio de las creencias y gracias los medios de comunicación. Y es que sobre la información —al igual que sobre las pseudociencias— flota una imagen de objetividad necesaria para todo engaño o sensacionalismo, una objetividad que dota al mensaje de un halo de veracidad. Vean y crean, lo hemos contrastado.
Un acierto de la novela es la construcción del personaje principal, el periodista Víctor Blum. Contradictorio como el siglo que le toca vivir, es un hombre guiado por la razón y al mismo tiempo fascinado por los fenómenos extraños, vegetariano y bebedor, con los pies en la tierra pero marcado por sueños e intuiciones. De la mano de dos genios, Robert-Houdin y Shakespeare —ambos ligados a su vez a la dicotomía razón/intuición— se encargará de cumplir la misión que le ha llevado al bosque de Samiel: descubrir el gran timo que prepara Locusto, personaje que, pese a estar desaparecido, se encuentra presente en toda la obra y en todo momento para marcar los pasos de cada uno de los personajes.
En definitiva, Los bosques imantados es una obra de apariencia sencilla, de fácil lectura, pero no por ello exenta de profundidades y esquinas en las que Vico esconde toques de intertextualidad, alusiones, paralelismos y, algo que debemos reivindicar en los tiempos que corren, el elemento fantástico que convierte una obra normal en otra mucho más fascinante. Se trata del ilusionismo del escritor cuyo fin es transformar la realidad, no realizar una mera copia, y mostrar —ya que estamos— que la literatura de género es una literatura perfectamente válida. En este caso, ese ilusionismo se pone al servicio de la razón. Y es que la sinrazón se combate con imaginación y con ingenio. Siempre.



*Esta reseña fue originariamente publicada en la revista Vísperas.


viernes, 22 de junio de 2018

El eje de la luz, de José Iniesta.


En el Eje de la luz (Renacimiento, 2017), José Iniesta nos propone lo mejor de su música, sus palabras más hondas. Constituyen este poemario versos que nos hablan de la luz de cada día, de la luz extraordinaria e inefable a la que solo cabe darle forma en el poema, con las palabras precisas y con el ritmo perfecto que impregna cada verso de José.
He de decir que fascina leer El eje de la luz, fascina mucho. Por su misterio, por su calor, por ese andar de las luces a las sombras deteniéndose en lo cotidiano para, al fin, reflexionar sobre la vida y su sentido.
En ocasiones el poeta encuentra la verdad muy cerca: el patio, el árbol, el camino. Todo es un descubrimiento, una lección de vida, la conclusión de una certeza. En ocasiones la revelación viene del recuerdo de la madre ausente y del reconocimiento de la luz que dio, otras veces son las manos de la hija al piano o un paseo junto al hijo. El amor como luz en el padre y en la esposa, en todo aquello que rodea al poeta y que es extraño a fuerza de ser conocido.
Y es que José escribe como si tuviera el mundo entero al alcance de su mano, como si le hiciera falta solo un gesto, alargar el brazo y coger todas las cosas del mundo puestas ahí, a su alrededor, a su alcance, resplandecientes por la luz, perfumadas, cotidianas. Le embarga a uno cierta paz al leerlo, un no sé qué de esperanza. Porque cuando todo es noche, sigue existiendo frente al poeta la luz de una vela, la luz de un poema. La luz es lo que permanece y es el cambio, es el discurrir del tiempo, el paisaje, las estaciones. El poeta sobrevive gracias a las pequeñas cosas, las suyas, se reconoce en ellas y se auto explora en la naturaleza propia.
Hay en El eje de la luz mucho de auto conocimiento, de indagación en uno mismo a través de la contemplación del paisaje. El poeta se reconoce en el acantilado, en el jardín, en los almendros, en el mar. Se reconoce en el jazmín del patio y en las nubes, se ve a sí mismo retratado en la nevada. Y así, cada verso de El eje de la luz nos acerca a ese misterio que es José Iniesta, a la voz sincera del poeta que “nada le pide a la vida” y que sin embargo nos susurra que: “Jamás imaginé que yo acabara/ aquí,/ dichoso de mirar lo que he mirado.”

Durante la presentación de El eje de la luz en Albacete.


lunes, 28 de mayo de 2018

El otro ser, de Arturo Tendero


El otro ser, de Arturo Tendero (Ediciones de la Isla de Siltolá, 2018) es esencialmente un libro hermoso. Un poemario que nos habla de lo prodigioso que se esconde tras lo cotidiano, de lo extraño que habita dentro de lo normal. De la memoria. De lo personal universal. De ese otro ser que es en realidad uno mismo cambiado por los años, un yo que se vuelve reflexivo y que levanta la cabeza hacia el firmamento para recordar la infancia, la juventud, los instantes, el caldofrán, el padre, el abuelo, todo aquello que hace real lo real, todo lo que nos construye.
Arturo Tendero nos tiene muy acostumbrados a oírle hablar de lo cotidiano. Es su forma de afrontar lo eterno, el caos, el vértigo: empequeñecerlo y atraparlo en los conocidos gestos de cada día. Recordar lo que uno fue por si acaso un día el tiempo nos hace trastabillar en la memoria. Saber quiénes fuimos para afrontar quiénes somos. Disfrutar siendo conscientes de nuestra propia finitud. Así encontramos versos como estos: «La rauda eternidad/ se exhibe quieta/ a este humilde mortal/ que la contempla/ sentado en una silla/ de anea en la terraza».
El poeta frente a las cosas enormes con la mirada puesta en lo diminuto. Con cabeza llena de instantáneas del padre, del abuelo, de los caldos que cocinan las mujeres en la casa del pueblo. Las moras y las cajas con viejas fotos. El tiempo implacable. «La ciudad devoró la casa y los abrojos,/ sepultó las moreras/ debajo del asfalto y un dédalo de calles./ Pero el olor a clorofila, a ruinas/ y a cartón sobrevive,/ como si aquellas negras mariposas/ fueran ahora gigantes,/ seres apocalípticos».
En algunos poemas se nos invita a la contemplación de lo pequeño, a la celebración de lo pequeño, a vislumbrar la grandeza que oculta lo pequeño. Las palabras y las costumbres, las escenas del pasado lleno de detalles que uno recuerda por sublimes, esenciales, porque traen el eco de personas queridas que hace tiempo que no están. Y así dice el poeta: «Por eso, cuando ahora/ murmuro “caldofrán”,/ la vida rebobina,/ me veo andando a gatas/ en baldosas marrones,/ se escucha como bulle/ cocido en el puchero,/ siento el aire que mueve/ mi abuela al desplazarse./ Casi puedo tocarla».
El otro ser es también huida de la realidad, una evasión primitiva y necesaria, un «estar en otro sitio/ y al mismo tiempo aquí», un viaje a otras voces y otros cuerpos, a otras lluvias. Una mirada a ese otro ser que se enreda en la realidad a pesar de todo y que constituye una de las caras verdaderas de esto que es la poesía: la capacidad de conocer la arquitectura propia y de contarlo.

***
Algunas fotos de la presentación en Albacete de El otro ser, el 23 de mayo de 2018 en Librería Popular:


En la mesa, Ángel Aguilar, Arturo Tendero y una servidora. En la retaguardia, Juanjo Jiménez.
Tradicionales cañas tras la presentación con foto de familia. Un clásico.

jueves, 17 de mayo de 2018

Aullido animal, de Sara R. Cabeza

Sara nos propone en Aullido animal (BajAmar Ediciones, 2017) una experiencia lírica salvaje y contradictoria, enormemente atmosférica y sugerente; un viaje de lo conocido y seguro a lo mítico, de lo propio a lo ajeno; un viaje iniciático hacia la extrañeza.
En Aullido animal se nos presenta un mundo curioso, metafísico, reflexivo. Una visión de los humanos observados por la fauna que los rodea. Sin embargo, Sara no habla solo de animales, de una vida natural mitificada e idílica. No nos retrata un locus amoenus, ni siquiera habla de contemplación en un sentido estoico y ascético. No. Sara, entre sus versos, nos habla de revolución, de golpe, de lucha. De conciencia. De un recorrido vital para romper a golpes las raíces y salir al encuentro de lo desconocido, de todo aquello que es puro, salvaje, extraño. Porque el yo poético encuentra en la naturaleza su identidad verdadera, su hogar real. Porque en la naturaleza el yo poético cura sus heridas, esas que la civilización no ha hecho más que acrecentar.
En la naturaleza, ese yo toma conciencia por vez primera de que en el mundo hay algo torcido que solo se endereza con pelea y evasión. Se trata de un huir para enfrentarse. Y hay que atreverse a ser la bruja loca del bosque, la gata que desde su almohadón niega a Dios, el gorrión que "sabe que todos los humanos/ mentimos con impunidad". Hay que dejar el hogar, lo conocido, la ciudad que sujeta nuestro espíritu, y emprender el viaje personal -liberador y revolucionario- hacia los bosques, los reales y los imaginados. Hay que correr hacia los bosques a reencontrarse con uno mismo. A reinventarse. A ser lo otro. A ser la mantis, el ciervo, las libélulas, el lobo. Ser un extraño en un mundo extraño que uno siente, de alguna manera, como propio. Ser uno más entre árboles e insectos porque "ese bosque era mi casa y no estaba ni en este mundo ni en el siguiente/ al que ahora pertenezco".


IMPULSOS

Las salamandras dicen que nos mueven
o la demencia
o la perversión
o el cretinismo
o quizás el amor.
Y no saben qué sentimiento es el peor.


III

Mientras paseaba,
una cría de gorrión
cayó de un árbol.
Me confesó que 
sus mayores traman,
contra nuestro orden,
una horrible sedición.
Pero, en mis manos,
era como un fruto,
maduro de ceniza.


Algunas imágenes de la presentación de Aullido animal en Albacete, el 12 de mayo de 2018 en Librería Popular.





sábado, 5 de mayo de 2018

Recital poético Albacete/Huelva

El lunes 1 de mayo tuvo lugar uno de esos eventos extraños que le ocurren a una de vez en cuando. Viajar a Huelva a conocer a la gente de Ediciones El Libro Feroz y constatar lo que ya sospechaba: que son enormes. Recitar algunos poemas de Bajo la sombra del árbol en llamas y La danza de la vieja (alguno inédito también) junto a Valentín Carcelén, Francisca Alfonso y José Ángel Garrido Cárdeno en el 1900 Company Bar, frente a un público entregado entre los que estaban Ángeles Mora (la narradora fosca) y Antonio Suárez Muñoz (ilustrador de Nanas para dormir a la luna). Fue, sinceramente, un momentazo.
Libro Feroz, editorial onubense especializada en álbum ilustrado, libro de autor y relatos, iniciaba con El pan vuestro su colección de poesía ilustrada. Hay que decir que Libro Feroz edita de lujo, que Javier Armona y Francisca Alfonso, los editores, son unos fanáticos del acabado perfecto, la tapa dura y los detalles que hacen de sus libros piezas de colección. Merece la pena echarles un ojo.
Os dejo a continuación algunas de las fotos que Javier Armona tomó del recital/ encuentro de poetas de Albacete y Huelva, encuentro que esperamos que vaya creciendo poco a poco. De momento, ellos ha prometido devolvernos la visita. 













lunes, 16 de abril de 2018

La habitación oscura, de Isaac Rosa


Habitar fuera del tiempo en un espacio sin espacio. No ver. Tan solo oír, tocar, sentir. Huir. Buscar. La habitación oscura es ese rincón útil, ese lugar para descubrir, experimentar, aislarse de uno mismo. Con el marco de la crisis, la necesidad de evadirse de la realidad cobra una importancia vital. Es ahí fuera donde convivimos con la hipoteca, el ex marido, el jefe, el paro, los hijos. Donde el tiempo vuela y donde envejecemos. El lugar donde el trabajo y el dinero se acaban. Donde uno puede morir. Sin embargo, dentro, en esa habitación oscura confortable y anónima, uno puede envolverse de sí mismo y dejarse llevar, ser todo o no ser nada. A gusto del ocupante.
El argumento de La habitación oscura (Seix Barral, 2013) es sencillo: un grupo de amigos construyen en un local un cuarto donde nunca entra la luz, una habitación sin rendijas, por completo sumida en las tinieblas. Ese será el escenario para practicar sexo sin saber con quién y sin ser reconocidos, una manera como otra cualquiera de pasar un sábado por la noche. Vuelan raudos los años y la vida comienza a pesar. La transgresión de la juventud se transforma en un anhelo de escape en la madurez. El mismo grupo desfila ahora por el interior de la habitación, pero sus preocupaciones son otras. Sobrevivir al día a día, por ejemplo. Superar las dificultades que acarrea consigo la edad adulta en los tiempos que corren.
Se trata ésta de una caverna de Platón a la inversa, donde el conocimiento está en la oscuridad y no en la luz, donde lo certero son las sombras y no el sol y lo que le es propio. Un retorno a lo esencial que tiene algo de regreso al útero materno, de regreso al interior, de búsqueda de la seguridad no hallada en el mundo de fuera. Y es precisamente la torpeza de ver hacia el exterior lo que terminará por precipitar la clausura de la habitación.
Se me antoja que La habitación oscura posee algo de metáfora, de alegoría. Se trata de un viaje a los entresijos de una generación: la nuestra, la presente. Una ventana al desencanto, al descubrimiento de que la vida, al fin y al cabo, ha resultado no ser como esperábamos. Así, narrada desde un nosotros, la experiencia de la oscuridad se vive, y la vivencia se nos muestra como un colectivo, con un narrador sin género que es a veces masculino, a veces femenino. No importa de quien es la voz: es de todos. Del que fue banquero malogrado, de la que quedó sin casa, de aquel matrimonio roto por la falta de dinero. Desfilan por las páginas aquellas personas afectadas por la debacle económica que nos toca vivir. El envoltorio de la historia es la crisis y los personajes son personajes en crisis, verosímiles y complejos. Cotidianos como usted y yo.
La novela se estructura en piezas de memoria. Una historia de ese cuarto desde sus inicios lúdicos hasta su final. Una retrospectiva. Desde la diversión sin arrepentimiento hasta el momento en que la frivolidad deja de tener tanta gracia. Los recuerdos y las anécdotas en esta historia de la habitación y de sus inquilinos se combinan con unos fragmentos intercalados, atisbos de gente observada, personas de fuera, que no son del grupo. Es el pecado de mirar directamente a la hoguera de la caverna, el desliz de no permanecer en la seguridad de las sombras.
Se trata una novela intensa, tanto en el fondo como en la forma. El fondo nos toca porque es la historia de todos nosotros. Vemos nuestro reflejo en cada línea. La forma es impecable. Una prosa fluida y precisa, culta, que en el momento adecuado se torna poética. Sin embargo, no es una novela llena de incidentes y fuertes tensiones. Que no espere el lector peripecias y giros en la trama. No los hay. El argumento es leve y la acción lenta. En ocasiones reiterativa. Se trata de una de esas obras escritas para reflexionar, de esas que tienen el don de abrirte los ojos, de descubrirte algo. Una lección de vida. Como una bofetada en toda la cara. Voluntaria, pero bofetada.
Isaac Rosa (Sevilla, 1974) divide su tiempo en columnas para Eldiario.es y en escribir novelas. Fue Premio Rómulo Gallegos en 2005 con El vano ayer y su novela El país del miedo fue galardonada con el VIII Premio Fundación José Manuel Lara en 2008.
Con La habitación oscura, que obtuvo el Premio Cálamo al libro del año en 2013, Rosa se posiciona como uno de los nombres que pisan fuerte en el panorama literario español. En definitiva, nos encontramos ante una novela intensa y reflexiva que deja la acción aparte y se centra en el peso de la vida sobre los personajes, en la metáfora, en el interior.
Novelas de éstas habría que leer alguna al menos una vez al año. Para que no se nos olvide que somos seres frágiles a la luz del sol y que la oscuridad, tan incomprendida hoy en día, tan vapuleada, ejerce en ocasiones de centro neurálgico, de comodín, de madriguera donde ir y aniquilarse un rato.


Fin de fiestas, de J. S. De Montfort


Si uno se para un segundo a pensarlo, ¿qué es la vida si no una colección de experiencias, de recuerdos? Así, pum, un instante. Un chasquido de dedos. Una escena estática que nos trae un momento concreto del pasado, ni real ni inventado, un híbrido en la memoria. “De cuando Fulanita se largó de casa al fin”, “el día que perdí el autobús y me tocó volver andando bajo la lluvia”, “la fiesta de mi décimo quinto cumpleaños”. Todos tenemos historias así de normales. Fotografías en la memoria que uno recupera, que uno mismo entreteje, ordena y da sentido desde la subjetividad que permite el tiempo, ese que corre que se las pela. De esta guisa se me antojan los relatos que componen Fin de fiestas, de J. S. De Montfort (Suburbano Ediciones, 2014), como polaroids de la memoria, retratos de lo cotidiano,  hilvanadas y anecdóticas.
Fin de fiestas podría haber sido una novela si su autor hubiera querido. Sin embargo, prefirió dejarlo en uno de esos libros fronterizos, de género distraído, que no se adscriben del todo ni a la compilación de relatos ni a la novela. Pese a poseer género escurridizo, Montfort consigue que las piezas y engranajes de la historia encajen a la perfección, se derramen y descubran un dibujo. Se trata de un libro de relatos con un débil hilo conductor, pero que nos guía y maneja con pericia por derroteros prefijados. Lo cierto es que tenemos una obra que se lee de la mejor forma posible, pues Montfort ha sabido dar con el quid de la cuestión para retratar sin retratar, para trazar personajes sin saturar. Conviven todos en el mismo lugar y el mismo tiempo y forman parte del dibujo de una generación que crece y sobrevive a pesar de la crisis y, en ocasiones, a pesar de sí mismos.
Fin de fiestas se articula en torno a tres partes: “Otoño/invierno”, “Primavera/verano” y “El largo otoño”, partes que sirven de cicerone para el paso del tiempo y que enmarcan una serie de relatos independientes, necesarios todos ellos dentro del mapa interno de la obra, pero aparentemente anecdóticos. Son relatos de argumento sencillo, sin trama, sin giros, donde se nos presenta, en la mayoría de los casos, a un personaje que nos relata un momento de su vida en primera persona. Y esos personajes son los miembros de un antiguo grupo de amigos, de una banda de rockers que se niegan a madurar, La Tremenda Crew United, que ya comienzan a achacar el paso del tiempo y tras cuyas vidas transcurren las obsesiones (Lídice y el pez rojo), las venganzas un tanto psicóticas (Olor a pólvora y Ha sido Asier) o el desengaño (Se vende). Vidas de treintañeros valencianos que podrían ser las vidas de cualquiera. Sí, también la suya o la mía.
Es, por tanto, una obra polifónica, compuesta por muchas voces, muchos puntos de vista. Se me antoja al mismo tiempo sencilla y compleja. Sencilla porque esas voces no resultan estridentes ni saturan el oído. Es, en definitiva, siempre la misma voz la que habla, la voz del conjunto, del grupo, de una generación entera. Compleja porque tras el aparente lenguaje claro, tras la ausencia de adjetivos y las descripciones parcas, subyace un problema generacional, una decepción, un fracaso, una interpretación rubicunda que intenta contener esta estructura de trozos, de parches, tal vez para que no veamos toda la verdad que encierran estas líneas.
Uno tiene al final, cuando la fiesta acaba, la sensación de haber interrumpido algo, de haber estado espiando a través de la rendija de una puerta las historias, los pesares, las desesperanzas y los sueños de este grupo de chavales, que lo dieron todo en los salvajes años de juerga juvenil y que ahora, entre estas páginas, achacan la caída de una sociedad que, en su carrera hacia la madurez, seguía dándoles todo hasta que la crisis hizo su aparición.
J. S. De Montfort se estrena en el mundo de la ficción (que no de las letras) con Fin de fiestas. Ya lo conocíamos por sus reseñas y críticas literarias en revistas como el suplemento Cultura(s) de La Vanguardia, FronteraD, Artishock o Naif Magacine. Es, además, diplomado en Literatura creativa y graduado en Estudios ingleses.

Título: Fin de fiestas. Autor: J. S. De Montfort. Editorial: Suburbano. Año de publicación: 2014.

Ajedrez para un detective novato, de Juan Soto Ivars


Si existe algo necesario en este mundo, eso es sin duda un detective legendario. Podemos verlos por ahí con sus trajes caros, su elegancia innata, su fino olfato para descubrir el crimen, seguidos por una horda de fans. Ellos son los únicos capaces de librarnos de amenazas, así mismo legendarias, como son los asesinos homicidas, los locos psicópatas, los ninjas y los calamares gigantes. Amenazas que nublan el día a día de nuestra apacible sociedad. Juan Soto Ivars nos relata en Ajedrez para un detective novato (Algaida Ediciones, 2013) la historia de uno de esos hombres de justicia, a caballo entre el mito y la realidad.
La novela, escrita en primera persona y con el tópico del anciano que rememora su juventud, nos presenta a un personaje principal que habita a la sombra de los grandes. El protagonista y narrador, del que desconocemos su nombre hasta el final de la novela, malvive como negro literario de Vélez de Pucela, autor que triunfa en el mundo entero por las novelas que jamás escribió. Es esta una existencia trágica (como lo deben ser todas las existencias dignas de figurar entre las páginas de un libro), alimentada por la presencia de una novia ninfómana y una infancia marcada por el cariño hacia las bolsas de la basura. Cosas que tiene la vida. Sin embargo, la suerte del protagonista cambia cuando el crimen hace acto de presencia y uno de los detectives más importantes del momento se empeña en hacerlo su aprendiz. Esta es la historia de ese aprendizaje, de una partida de ajedrez que nunca acaba, y de un crimen sin resolver.
Nos encontramos ante una novela de potentes personajes. Toda la trama gira en torno a Marcos Lapiedra, detective que se caracteriza por su elegancia y buen hacer. Ser hipnótico y atractivo, rompe corazones y carreras delictivas a partes iguales. Conocedor de los secretos del oficio, nada lo perturba. Nada salvo la incompetencia de su aprendiz y el escurridizo asesino de prostitutas que va menguando tan preciosa población día sí, día también. Lapiedra enseña los secretos de su oficio (basados en estrategias infalibles como el dominio del ajedrez, el disfraz y el ejercicio de la memoria) a un desconcertado joven que se encuentra entre la espada y la pared. Y es que al protagonista no le queda más remedio si no quiere dar con sus huesos en la cárcel.
El detective novato es otro de los personajes sólidos. Como buen héroe evoluciona desde la torpeza a la profesionalidad, ayudado en algunas ocasiones por la voz de su intuición, un Pepito Grillo huidizo que sabe Dios por qué razones le susurra. El aprendiz se enfrenta a una preparación de élite junto a Lapiedra, y sale airoso por los pelos en casos tan peregrinos como las explosiones de retretes en los baños de la macrodiscoteca Viuda de Gómez, el atropello de un camión o los ataques de los ninjas de Banesto. Junto a este subalterno de Lapiedra, conoceremos los entresijos de la actividad detectivesca al mismo ritmo que los descubre él: de forma vertiginosa y no exenta de peligros. Actividades y secretos como la mentira de las huellas dactilares, o las prótesis a las que solo pueden acceder aquellos que pertenecen al gremio policial.
La novela se focaliza en el poder de la parodia y el absurdo del mejor Poncela. Las voces de los personajes poseen un regusto a Miguel Mihura que deja muy buen sabor de boca, y que convierte a esta novela en digna sucesora de esa tradición de lo inverosímil e ilógico. Tras ella acaba por esconderse la sátira social, un reflejo deformado de la realidad (como esos espejos del callejón del Gato de los que hablaba Valle) para todo aquel que sea audaz y sepa mirar. Es un mundo extraño el que nos muestra  Ivars, y nos lo muestra contándolo como el que no quiere la cosa. Una España que no es exactamente la nuestra, pero que nos resulta familiar en actitudes y hechos insólitos. Las situaciones descabelladas y los personajes esperpénticos se suceden y terminan por ir in crescendo, de forma que uno acaba por preguntarse cómo puede ser posible tanto despropósito.
El ritmo es raudo, el lenguaje sencillo, la frase corta. Ivars no necesita complicados artificios para llevar al lector hacia la perplejidad. Solo tiene que escoger a sus personajes (todos ellos completamente redondos) y soltarlos en el mundo, dejarles hablar. Sus claves son una parodia mordaz, una acertada mezcla de intriga y  humor, el encadenamiento de situaciones inverosímiles que, dentro de la ficción literaria, poseen toda la lógica del mundo.
Ajedrez para un detective novato sabe jugar con los tópicos. Adivina que nuestra mente de lectores está llena de imágenes arquetípicas de la novela negra, plagada de detectives con gabardinas y mujeres fatales que fuman en las esquinas y habitan un mundo corrupto y amargo. Todos esos tópicos dan vueltas en nuestra cabeza mientras se desmontan uno a uno y caen haciendo mucho ruido. Los antihéroes son así, singulares. Podríamos, tal vez, preguntárselo a Cervantes si se diera el milagro de tenerlo delante.
Algo parecido debió pensar el jurado del XVIII Premio Ateneo Joven de Sevilla cuando escogieron la novela de Juan Soto Ivars. Debieron de reír a carcajada limpia. El autor ya había destacado con otras publicaciones que le habían valido algún que otro premio. Su primera novela, Siberia (El Olivo Azul, 2012), obtuvo el Premio Tormenta al mejor autor revelación, y Ediciones B publicó La conjetura de Perelman en 2011. Pero es sin duda Ajedrez para un detective novato la novela con la que Ivars se sitúa en ese hemisferio mítico de los que enriquecen el panorama literario español. Justo y necesario.
Y es que hacen falta en el mundo novelas así, al igual que hacen falta más detectives legendarios. Máxime en estos tiempos de crisis que atormentan los titulares de los periódicos. El propio Juan Soto Ivars confesaba, hablando en el Ateneo de Sevilla, que empezó a escribir esta obra a raíz de la risa que le entró leyendo malas noticias en la prensa. No es nada descabellado y a muchos nos ocurre lo mismo varias veces al día. Porque en ocasiones se ríe uno por no llorar. Y porque, frente a la cruda realidad, la única arma del hombre sensato es una buena parodia.

domingo, 15 de abril de 2018

Fuera de temporada, de Alicia Plante


Sopla el viento de otoño en la costa de Pinamar y son pocos los seres que aciertan a pasear por sus playas ahora que el verano ha terminado. Alicia Plante nos propone con Fuera de temporada (Adriana Hidalgo Editora, 2013) un recorrido por esas costas semidesiertas, habitadas por individuos desganados, melancólicos, aquejados de esa amargura que a menudo asalta a aquellos que viven en lugares desnudos, glamurosos a rachas. Personas que pasaban inadvertidas cuando el balneario estaba lleno de turistas, y que en plena temporada baja se hacen más reales, nos hablan con su propia voz.
El argumento nos trae a un personaje central, el juez Leo Resnik, que por prescripción médica se encuentra viviendo en Pinamar, intentando superar el trauma de un accidente. Allí se cruza con diversos personajes, una suerte de comedia humana por la que desfila Battaglia, el comisario de permiso; el anciano Domingo con sus perros; el alemán Braum; Emilce, la recepcionista del balneario; Estela, la beata… Y Ramón Bastos, agente inmobiliario y  prohombre del lugar. Pero como nada es del todo apacible en este mundo, y ni mucho menos perfecto, la vida tranquila de Pinamar se ve truncada por la aparición de un cadáver, al que le siguen las subsiguientes pesquisas sobre el autor del asesinato que estos incómodos sucesos suelen acarrear. Será el juez Leo Resnik quien se verá en la obligación moral de llevar a cabo tales pesquisas y desenredar el anudado homicidio que implica, de forma directa o indirecta, a varios habitantes del lugar.
Es esta una novela caleidoscópica, un mosaico de vidas que termina por construir un solo dibujo: el relato de un crimen. A través del punto de vista múltiple y del discurso indirecto libre, Alicia Plante nos deja vislumbrar los interiores y las conciencias, y cómo (cada uno con sus motivos, cada uno sumido en su propio drama personal) todos los actores de esta historia terminan por coincidir en torno a un mismo hombre: Ramón Bastos, ser desagradable y ambicioso, especulador inmobiliario por más señas, totalmente libre de escrúpulos.
El crimen sobreviene hacia la mitad de la novela, que se estructura en torno a ese eje central: el asesinato. El antes es un desfile de personajes y vidas, sus cuitas, sus traumas, sus secretos. El después es el hallazgo, el dilema moral, la investigación. Cada capítulo se encuentra enfocado en un personaje y su conciencia, su vida y sus preocupaciones, de forma que uno permanece todo el tiempo a la expectativa de cuándo y cómo saltará la liebre, de qué manera terminará por explotar todo y en las narices de quién. Nos mantiene intrigados de la misma manera en la que uno espera que el mago encuentre la carta elegida entre toda la baraja. Sin duda el propósito del libro es hacernos reflexionar sobre la dicotomía universal  del bien y del mal, sobre lo justo y lo injusto, y lo consigue sin ser vertiginosa ni llena de acción. Es una intriga sosegada la de Alicia Plante, una intriga muy argentina.
Y es que el conflicto central no es solo un hombre muerto que aparece dentro de una fuente. Para nada. El conflicto es una cuita interna, un apuro moral. El eterno dilema entre lo apropiado de la justicia poética (esa que no sabe de leyes escritas) y la necesidad de una justicia hecha por los hombres. Lo correcto y lo legal son asuntos que no quieren darse la mano y que, no obstante, están condenados a encontrarse en estas playas de Pinamar.
Sin embargo, a pesar de todos los matices y todas las motivaciones que llevan a los hombres a hacer lo que hacen, al final el bueno es muy bueno y el malo es muy malo. Es muy posible que en la vida todo se reduzca a eso, que todo sea, al fin y al cabo, más sencillo de lo que imaginábamos. El resto, personas normales con sus cosas, seres intermedios que sirven, de una manera u otra, para abrir la duda de quién será la víctima y quién el verdugo. Protagonista y antagonista con valores éticos equidistantes, y dos víctimas: asesino y asesinado. Víctimas ambos de las circunstancias, de las ambiciones, de la sociedad, de sí mismos. A todo este tapiz cabe añadirle el trasfondo intertextual que recuerda, tal y como se indica en la propia novela, a cierta comedia de Lope de Vega.
El lenguaje que maneja Alicia Plante es rico, eficaz, preciso. Un estilo muy literario que no peca ni de poético ni de directo, que nos despliega recursos en su justa medida. El uso del estilo indirecto libre le permite a la autora insertar en la narración un cambio de registro, un habla coloquial que se adapta al personaje y lo retrata. Porque lo que aquí está en juego, y es uno de los puntos fuertes de esta historia, es el desfile de almas y caracteres, almas curtidas en muy diversas edades y clases sociales, y cómo todas terminan por converger en una aversión común: el desprecio hacia el abuso.
En general es una buena novela. Bien estructurada, equilibrada, con un estilo que nos atrapa. Y sin embargo, deja un poso amargo, un algo que, a mi modo de ver, no termina de hacer la novela redonda. La resolución del crimen se me representa fácil, rápida y con factor mediúmnico. Podría parecer que al protagonista le viene todo dado, puesto en bandeja, que no hay apenas obstáculos en la resolución de ese crimen ni en la defensa de los más necesitados. No se trata de una novela de suspense al estilo clásico, dado que no presenta un ritmo rápido y el crimen no es el centro de la historia, sino el envoltorio perfecto para la exposición de almas, para el retrato. Una excusa, si se prefiere. Fundamentada y lógica, eso por supuesto.
Alicia Plante nace en Buenos Aires y ha consagrado su vida a la literatura, tanto en el ámbito poético como en el narrativo. Comienza su andadura en 1970 con el poemario Asumiendo mi alma, al que le seguirían los títulos Un aire de familia (Premio Azorín de Novela, 1990), El círculo imperfecto (Editorial Sudamericana, 2004) y Una mancha más (Adriana Hidalgo editora, 2011) Con Fuera de temporada, Alicia Plante se sitúa como un nombre muy interesante en el panorama literario que conviene explorar con pausa, deteniéndose en cada esquina.

El unicornio, de Irish Murdoch


Quienes me conocen saben que me fascinan los escenarios góticos. Tardes tormentosas, eternos e infames días grises, melancólicos paisajes de antaño. Jardines tétricos en ruinas y personajes de carácter decadente. Opino que la decadencia y la oscuridad deben entretejerse tanto en la literatura como en la vida, y eso lo sabe todo aquel que alguna vez se ha dejado atrapar por algún hechizo, sea de la naturaleza que sea. Pero ese es otro tema, tal vez asunto de otro libro.
El caso es que El unicornio es una de esas novelas hechizantes. Y juro que, tras leerla, aún no sabría decir por qué. Quizás por la atmósfera cerrada, por el escenario siempre gris, por los personajes tan reales como la mano con la que escribo y al mismo tiempo tan etéreos. Corre por estas páginas una suerte de irrealidad tangible que afecta a todo y a todos y que acaba por contagiar al que lee.
El unicornio cuenta la historia de Marian Tylor, una joven que acude al castillo de Gaze contratada como institutriz. El castillo se encuentra en un lugar remoto y desolado, habitado por unos personajes que no son lo que parecen. Marian descubrirá nada más llegar, entre la inquietud y el miedo, que todo gira entorno a Hannah, la dama a quién ella debe acompañar y leer poesía en francés. Custodiada por los demás habitantes, Hannah vive lánguida y resignada en su castillo, del que no puede salir so pena de que caiga sobre ella una maldición.
Escrito en tercera persona, Iris Murdoch nos cuenta esta historia utilizando varios puntos de vista, cambiando el foco de un personaje a otro según los capítulos, intercalando misivas para dar al lector información extra. Se trata de una narración lineal, pero rica. Una estructura en planteamiento-nudo-desenlace, una historia que se cierra, pero que posee toda la variedad de los relatos bajo distintos puntos de vista, pasando de Marian a Effingham y de Effingham a Marian, personajes que, junto a la mítica Hannah, pueden considerarse principales.
Son los personajes el punto fuerte de esta narración. En el centro de todos encontramos a Hannah, mártir, víctima, resignada criatura que, como la bella durmiente, ha de permanecer siete años confinada en pago de un crimen que (no sabemos si) cometió. Siete. El número mágico de los cuentos. Porque todo en esta novela está tocado por el simbolismo de la cuentística tradicional. Y simbólico es, a su vez, el trasfondo, el fin último de la narración, símbolos que habrá que buscar el lector pues se encuentran detrás de lo aparente.
El ambiente es otro de los puntos fuertes. No es que la autora dedique páginas y páginas a describir y crear una atmósfera. No. Esta aparece sola. Es una sensación, algo que resulta palpable, evidente, que está ahí aunque no se diga. Se produce un cierto hipnotismo al leer estas páginas, como si, por arte del hada malvada, uno hubiera entrado a formar parte de ese mundo aberrante, extraño, congelado en un tiempo fuera del tiempo. Un mundo demencial donde todo parece estar bajo un hechizo, donde todo es simbólico y recuerda a las leyes que rigen los cuentos tradicionales.

Neoplatonismo y amor cortés, el amor puro que es sufrimiento y no debe corromperse. El sufrimiento como instrumento de poder. La expiación de crímenes. Son ideas que lanzo al aire, cuestiones enormes que aborda esta novela como el que no quiera la cosa. No hay un único tema en El unicornio, son legión. Es un libro difícil y profundo abordado, a mi parecer, como si no lo fuera. No cuesta leer El unicornio. No es una prosa sesuda y hermética. Se trata de una complejidad a capas, cada cual se interne hasta donde quiera. Una complejidad que se encuentra detrás de una acción, una trama, unos personajes de novela gótica que se hacen bastante atractivos. El libro engancha. Y lo recomiendo totalmente.
Iris Murdoch (1919-1999), escritora y filósofa irlandesa, es más conocida en nuestro país por obras como Bajo la red  o El príncipe negro, pero en El unicornio encontramos el elemento que nos faltaba, la última pieza del puzle, la que desbarata todo el puzle. El unicornio es una obra anómala dentro de la bibliografía de Murdoch, pero en la cual podemos ver  obsesiones y temas que aparecen recurrentemente en sus novelas. En definitiva, una pequeña joya.

Título: El unicornio. Autor: Iris Murdoch. Editorial: Impedimenta. Año de publicación: 2014. ISBN: 978-84-15979-15-9.



(Esta reseña fue originariamente publicada en la revista Vísperas)

sábado, 14 de abril de 2018

Adriático, de Eva Díaz Pérez.


Título: Adriático.
Autor: Eva Díaz Pérez.
Editorial: Fundación José Manuel Lara
Año de publicación: 2013.
Páginas: 256.

Existe un tipo de novela sensorial, como nacida de una inspiración secreta y sutil, que tiene el poder de representar en la mente del lector sonidos, olores y formas. Novelas que transportan, que tocan, que contagian. Adriático es una de esas novelas. Delicada. Táctil. Vespertina. Como si estuviera hecha de alabastro.
Se trata de una suerte de intrahistoria de los objetos olvidados en el fondo de los canales de Venecia, mecidos por los siglos. Unas dentro de otras, enlazadas, las historias caminan de la mano. Y el resultado final es este tapiz compacto de objetos, familias y palacios.
El argumento general es la labor del profesor jubilado Vittorio Brunelleschi, al que la Municipalidad de Venecia le encarga librar del fondo de la laguna aquellos objetos perdidos año tras año, a la búsqueda de piezas de verdadero interés histórico. Así, el viejo profesor rescata de las aguas cosas tan variopintas como una sandalia, un carruaje, el maletín de un perfumista, libros, o los restos de los desposorios de Venecia con el mar. Junto a esta labor de arqueología acuática, Vittorio Brunellesqui se ve atrapado por el peso legendario de su familia, peso que el hecho de cohabitar con fantasmas no mejora, y con el recuerdo de los días en Trieste. Es esta, en realidad, la historia de dos ciudades. La una, Venecia; la otra, Trieste. Ambas recubiertas de una pátina de decadencia y melancolía, ambas bañadas por el Adriático.
La novela se inicia con un cadáver que flota en las aguas de la laguna. El cuerpo sangrante de una dama, con pelo de olor a uvas, y una ciudad sumida en el sueño que es testigo mudo de tal despropósito. Tras este episodio inicial, se nos presenta al personaje central, el tal Vittorio Brunelleschi. Habitante del Palazzo del Aire, pasa los días contemplando tapices ajados, pasillos, habitaciones, antiguos muebles y reliquias de antaño. Último inquilino del palacio familiar, preso ahora del declive, es capaz de atisbar, noche sí, noche también, la presencia de sus ancestros con los que se cruza en las escaleras o con los que coincide tras el tapiz favorito de la tía abuela Agnese.
El tiempo en Venecia transcurre apacible, solo alterado por las mañanas de búsqueda a bordo de la vieja barca y el posterior análisis y clasificación de las piezas recuperadas. El profesor concibe este trabajo como tedioso, una forma de aparcar al viejo dinosaurio que él es, dándole una ocupación propia de becarios. O de basureros. La compañía de Pietro, su empleado, no alivia el panorama. Sin embargo, recobrarse cosas, se recobran. Esta ocupación será la clave estructural de la novela, pues capítulo a capítulo vemos cómo se suceden los hallazgos (interesantes unos, intrascendentes para la historia otros) y cómo a continuación se nos narra el proceso de la pérdida del objeto en cuestión. Encontramos, pues, una ida y una venida del presente al pasado. A Vittorio clasificando antiguallas oxidadas, y a sus dueños perdiéndolas a través de las épocas. Y es que el presente y el pasado terminan por ser uno en lo más profundo de esta historia, hilos entretejidos del misterioso paño que es la vida.
Sabemos que la realidad se confecciona con detalles, y detalles son los que Eva Díaz nos da. Detalles sensoriales, visuales, que hablan del amor por los objetos, objetos que son la representación de cada tiempo, el símbolo de cada etapa en esta curiosa estampa de Venecia. De Venecia y de Vittorio, el último de su estirpe. Soplan los vientos entre los edificios de la ciudad, y de igual manera la novela se estructura en tres partes que llevan los nombres de estos aires: Siroco, Bora y Maestral. Y así va y viene la memoria de Vittorio (y la de Pietro, su ayudante, a caballo entre jóvenes judías y ratas fantasmales) a lo largo y ancho de los cincuenta y ocho capítulos. Memoria iniciada en su vejez y que se retrotrae a Trieste, etapa de años felices y de huida (porque un hombre que no trata de escapar de su familia alguna vez en su vida, no es un hombre), de matrimonio y viudez.
El personaje de Vittorio es sólido, tanto como solo saben serlo los personajes que asoman en las novelas sobre Venecia. Tiene un algo de la ciudad dentro de sí, como si no se concibiera enmarcado en otro espacio. Vittorio, en su vejez, es un hombre tenue, reflexivo, melancólico. Es un personaje que convive con fantasmas y que de alguna manera posee cierta sabiduría espectral dentro de sí. Esas cosas raras que se llevan en la sangre.
De igual manera bien definido encontramos a Pietro, personaje que me fascina especialmente. Viejo de pasado turbio, buscavidas amigo de la botella, es un elemento narrativo al que casi podemos oler. Huele a costra, sudor añejo y licor macerado en su cuerpo noche tras noche. Pudiera ser el contrapunto al bueno de Vittorio, todo sensatez y seriedad. Un contrapunto necesario.
No predomina la acción en la novela. Se me antoja un relato estático, reflexivo, descriptivo, pero terriblemente hermoso. Es una de esas novelas para evocar, para perderse dentro, tan raras hoy en día. El estilo de Eva Díaz es en extremo literario, rayano con lo poético y, sin embargo, es un estilo ágil, fluido, que engancha. Insinuante. Acorde con lo que se narra. Los lectores terminamos por verlo todo (y tocarlo, y olerlo), desde la mohosa escalera de piedra del Palazzo hasta la sandalia huida del pie de una turista. Y no es porque Eva Díaz nos lo describa a la manera galdosiana, dando cuenta de infinitesimales detalles. No. Para nada. Usa la palabra certera, la imagen precisa, la descripción corta, pero efectiva. Nos crea así una ambientación crepuscular con algo de novela gótica. Un ambiente que es un híbrido entre el hoy y el antes. Todo un acierto.
Adriático forma parte de una serie de novelas en las que la autora pretende recrear Europa para nosotros, sus lectores. Un pequeño trozo del Viejo Mundo entre las páginas de un libro. No podría pedirse más. Por el momento, Adriático ha sido merecedora del VII Premio Málaga de Novela y para mí Eva Díaz ha quedado apuntada en la agenda de “cosas que hay que leer sí o sí”.
No puedo concluir esta reseña sin dejar constancia escrita de que, tras leer Adriático, me entraron unas ganas terribles de viajar a Venecia y tratar de encontrar el viejo Palazzo del Aire. Imagino que a ustedes les ocurrirá lo mismo. Si así fuera, nos vemos por allí mecidos por los canales.



(Esta reseña fue publicada en la revista Vísperas en el años 2014.)