Nos quedábamos hasta
tarde esperando. Mirando por la ventana hasta que llegaban. Recitando plegarias
para acelerar su presencia. Nos lo reprochábamos unos a otros si no aparecían.
Hermano Uno tuvo la culpa. Fue Hermana Dos y sus caprichos. Fue que pillaste
una rabieta. Tú, fuiste tú -nos señalábamos unos a otros con furia y decisión-,
tú lo rompiste. No vendrán nunca más. No vendrán ya más porque fuimos malos. Pero
venían. Casi siempre venían. Llegaban por la noche de madrugada. Dejaban una
peste silenciosa, un rastro de babas. Venían los monstruos a devorarnos en las
camas, a trenzar con aliento fétido nuestros cabellos. Nos indicaban el camino
del bosque con manos temblorosas. E íbamos. Por supuesto que íbamos.