PREFACIO
Hace un tiempo charlaba con una amiga sobre el antiguo
arte (tan incomprendido y difamado hoy en día) de invocar a los espíritus. No
es asunto baladí, desde luego, teniendo en cuenta la cantidad de entes que
pueblan este mundo. Mi amiga, experta conocedora de Lo Otro, afirmaba con
vehemencia, cerveza en mano, que pueden los hombres convocar a los fantasmas
tan solo con el ejercicio de su voluntad y que los fantasmas, siendo como son
entusiastas de las reuniones improvisadas, habrían de aparecer casi al instante.
Opinaba yo, por el contrario, que, tal y como señaló San Cipriano en sus obras
apócrifas, los espíritus son seres amantes de los viajes, pululan y viran su
intención constantemente, y son dados a recorrer parajes lejanos (de los que
hay a pares al Otro Lado, pero ninguno en este), poco partidarios de chanzas,
escurridizos y caprichosos, y que es necesaria la oferta de membrillos y otros
dulces en bandejas de bronce (amén de otros tantos complicados rituales) para
que se dignen a aparecer, que no es cosa tan fácil ni tan al alcance de la mano
de cualquiera. La discusión se alargó hasta altas horas de la madrugada y
culminó en indignación, desacuerdo e invocaciones fallidas.
Es por eso que he decidido inaugurar este Grimorio,
compendio de la ciencia antigua y de lo extraño, usando un lenguaje
medievalizante y arcaico (que es la manera en la que deben revelarse los
asuntos herméticos), y que pretende dar cuenta de todo aquello que pasea por
nuestra imaginación, enrevesada y peruchiana, con algo de Cunqueiro, de falso
cronicón medieval, de bestiario hipotético. No se lo tome nadie en
serio, pues podría encontrarse con que nunca hubo tal, que jamás se dieron cita
bajo el cráneo celeste tales historias, que solo existe lo que podemos ver y
tocar con las manos y que lo demás son solo cuentos susurrados.
SOBRE
EL HUECO QUE HABITAN LOS ESPECTROS
Hablaba Plinio el Viejo de los manes que pueblan los
alrededores de los árboles lotos que tenía Craso en su patio, y
contaba de ellos como no queriendo, como estoico que se barrunta que no es, a
la postre, menos caótica la vida del Otro Lado que la de este. Con pesar
confesaba cómo había descubierto, de manos de una sacerdotisa de Ninua, que el
aire que respiramos está lleno de tantas almas como grano en un granero. La
sacerdotisa, de la que Plinio el Viejo no cita el nombre, entrecerraba los
ojos, ponía voz de misterio y explicaba que para llamar a los espíritus tiene
uno que vestir tules color del vino, guardar tres huesos de dátil en una mano y
recitar las palabras adecuadas en acadio antiguo, por ser ésta lengua que se
conoce muy bien en el Otro Lado. La sacerdotisa susurraba y de pronto se alzaba
un viento, se oscurecía el salón y se ponía de gallina la piel de los esclavos.
Después pasaba horas la dama conversando con gentes invisibles mientras quemaba
en un perfumero de alabastro esencias nubias, y al cabo de un rato era capaz de
dar señas sobre familiares difuntos, adivinar el futuro y marcar la ubicación
exacta de ahorros perdidos y nunca antes encontrados.
Decía la dama que todo el que muere va a parar a un
espacio hueco, delgado como canto de papiro, que no conoce de anchos ni de
largos, de altos ni de bajos y cuyas principales características son la atemporalidad
y la inefabilidad. Los espíritus entran y salen a voluntad de dicho hueco, en
especial para el tiempo de la lemuralia, pues son los finados grandes comedores
de habas negras, de las que crecen en los huertos de Roma para la época de las
meditrinales. El hueco es como el ojo de una aguja y los finados han de
escurrirse a través de él, dejando a su paso un perfume de violetas.
Daba cuenta Plinio el Viejo de aquellos que habían
conseguido comprimirse para caber por el hueco sin tener aún calidad de difuntos,
y señalaba que con el uso de ciertas hierbas mágicas (se sospecha que de origen
asirio) podía uno apretujarse y viajar al Otro Lado sin necesidad de catar la
muerte. A estas sustancias les dedicó Plinio un volumen y es sobradamente
conocido que las quiso encontrar y tener en su botica personal, por si se diera
el caso de echar mano de ellas, pero le fueron negadas por andar bravuconeando
estoicidades por el foro. Bajo el
influjo de estas hierbas podía seguirse al difunto en el momento del óbito sin ser
visto ni oído, y se encontraba entonces con un lugar poblado de bosques sin
senderos. Es este un espacio que desconcierta y asusta por inhóspito y agreste,
ora cubierto de nieves, ora estival y plagado de moscas. En tal que se llega se
encuentra uno que las almas pululan por el lugar con forma humana, tal y como
se les conoció en vida, y que visten todos largas ropas negras, y que sus caras
son pálidas, blancas como cirio de templo, y en ocasiones, si uno los mira de
lejos, podría dar la sensación de que carecen de ojos, que son sus cuencas dos
denarios de plata muy bien puestos para dar seriedad e imagen sombría al
rostro.
Recogió Plinio el Viejo el testimonio de un
comerciante etrusco, natural de Vetulonia, que pasó a través del hueco con la
idea de encontrar a una antigua prometida suya, finada por unas fiebres, y a la
que encontró junto a una encina, de las que crecen en las umbrías del Otro
Lado. Hallábase de dama mustia y descolorida, envuelta en sayales brunos, y
dicen las crónicas que su gesto era semejante al de las máscaras que gastan los
manes, como mirando sin ver, y que el etrusco tuvo que retornar, cabizbajo y
sobrecogido, sin haber terciado con ella palabra alguna.
Y advierte Plinio, muy sabiamente, sobre el peligro de
estos cruces, que no está hecho el hueco para andanzas de vivos, pues no es
tierra aquella para los que aún respiran y podría darse el caso de no poder
volver. Es mejor ser prudente y no preguntarse por estas o semejantes
cuestiones, que ya tendrá uno tiempo de verlas por sí mismo cuando el último
suspiro sea exhalado, pues todo a su tiempo llega. Ya lo dijo Tibulo en su
momento: et bene discedens dicet placideque quiescas, terraque securae sit
super ossa levis.