Matar el tiempo,
de Luis Miguel Rabanal, es uno de esos poemarios bofetada/calambre/manotazo. Es
un libro triste, crudo, que nos habla de una derrota tan estúpida e inevitable
como innecesaria. La traición del cuerpo, el saberse rendido y la desesperanza
que esta idea trae consigo. El hilo conductor que cohesiona todos los versos
que componen Matar el tiempo podría
ser la decadencia, la certeza de saberse vencido por una especie de casimuerte
de la que uno querría desprenderse, pero no puede:
Vas a producir daño, la mar de lisonjera, olvídate de mí,
pero no me olvides, pero olvídate de mí:
Te llamas Casimuerte, y tú lo sabes tan bien.
La muerte que no llega para el que está cansado, para
el que está ya harto de la vida. La realidad vital de dejar pasar el tiempo
hasta que el tiempo se acabe, la vida que es a medias, la muerte que es un
casi. Pero cuando la muerte es imposible, cuando el cuerpo es imposible, el
espíritu pervive. Quiero ver en estos versos una supremacía del espíritu
poético por encima del cuerpo. Una resignación rebelde. El yo poético continúa
a pesar de todo, a pesar de la realidad que lo aísla y lo golpea:
Más tarde llegó la burla de la muerte, quiero decir su
malogrado descaro, no estar aquí.
En el principio era el consuelo o era el desconsuelo.
Y otra vez, rebosante, la bolsa de orina.
Digo
que esta de Rabanal es una rendición rebelde. Una derrota insurrecta por parte
de un espíritu que se niega y se pregunta con rabia por qué. Por qué. La
cuestión fundamental que sobrevuela estos versos es un por qué yo y no otro, un por
qué así y no de otra manera. Y así, dice en el poema XLVII:
Si
por lo menos yo fuera yo y no ese muñeco vil que ronda por la casa como
energúmeno, con daga y caldero para el vómito.
No
reconocerse o reconocerse demasiado en este yo actual, el yo jodido, el yo
atado a la bolsa de orina. Y que prevalezca el deseo de ser otro, de poder aún
volver atrás o rozar con dedos suaves el rostro amado. Sobrevuela esta idea en
poemas como el LI, LIV, LV, en palabras como: tienes que ser bastante menos estúpido, me digo sin olvidarme de mí, el
muchacho en una ocasión se miró en el espejo y destrozó con narcóticos sus
labios.
La
necesidad de la voz es otro de los temas que asaltan la lectura. De la voz que
no es la voz. Habla Rabanal de una voz falsa, una voz que por destino ha sido
impuesta, una voz que sería otra en poemas como el LV, pero también de las
palabras que aparecen por doquier (poema I), palabras salvíficas, palabras
resentidas, palabras a un tú amado tan lejano como real. Y vamos a quedarnos
aquí retenidos un rato en la idea del tú
amado. Ese tú que planea a lo largo y ancho del poemario y que a veces se
reviste de erotismo, otras de dulzura, otras del anhelo de un cuerpo joven que
pueda tocar. Pero siempre es un tú al que agarrarse, un tú que tiene piedad,
que sostiene brazos y cose la garganta (poema III), que acompaña los yoes de
esa voz poética, el yo actual y el yo diferente. El tú, el otro, permanece
inmóvil, sosegado, carnal. Permanece matando el tiempo a su vez, en un segundo
plano, a la espera de la muerte que no sea un casi. Es palpable en estos versos
la soledad propia y la soledad ajena, el amor rutinario, pero aún vivo, no
vencido del todo por las circunstancias y que es capaz de alejar el miedo.
Mencioné
al principio que este es un poemario crudo y lo mantengo. Crudo en fondo y
forma, donde todos los recursos se ponen al servicio de la connotación, de un
lenguaje evocador y cortante, siempre bello, con esos tintes herméticos tan
propios de la obra de Rabanal. Imágenes audaces de germen surrealista y
principalmente hermosas que se conjugan en estos poemas con golpes de
cotidianidad afilada, sin florituras. Esta mezcla asombra, golpea, agita, nos
acerca, en definitiva, a la realidad dura del yo poético, a ese cansancio de la
vida, el malestar con lo real. Esa combinación logra el efecto deseado: un
golpe. Una bofetada. Poesía asombrosa que contagia en
espíritu y en cuerpo, poesía que uno nunca deja de releer.