Nos quedábamos hasta
tarde esperando. Mirando por la ventana hasta que llegaban. Recitando plegarias
para acelerar su presencia. Nos lo reprochábamos unos a otros si no aparecían.
Hermano Uno tuvo la culpa. Fue Hermana Dos y sus caprichos. Fue que pillaste
una rabieta. Tú, fuiste tú -nos señalábamos unos a otros con furia y decisión-,
tú lo rompiste. No vendrán nunca más. No vendrán ya más porque fuimos malos. Pero
venían. Casi siempre venían. Llegaban por la noche de madrugada. Dejaban una
peste silenciosa, un rastro de babas. Venían los monstruos a devorarnos en las
camas, a trenzar con aliento fétido nuestros cabellos. Nos indicaban el camino
del bosque con manos temblorosas. E íbamos. Por supuesto que íbamos.
La voz de hueso
Blog de Ana Martínez Castillo sobre poesía, narrativa, reseñas y lecturas.
viernes, 1 de febrero de 2019
jueves, 17 de enero de 2019
Una lectura de Reino de esponjas, de Pilar Verdú
Reino de esponjas
se me antoja uno de esos libros esenciales. Sencillo y profundo, con esa
profundidad que a menudo posee lo cotidiano, discreta y serena, pero
contundente.
Pilar
habla de la dureza que hay en lo suave, de la extrañeza que habita lo
cotidiano. Pasea, como el que no quiere la cosa, entre temas trascendentes, y
así se pone en la tarea de plasmar en estos versos uno de los misterios
universales. El misterio de la muerte es poco, está manido y ella se detiene en
la otra cara de la moneda: en el misterio del nacimiento. Porque Pilar es poeta
y es madre, y eso convierte su mirada en una mirada que busca el detalle, el
instante, el momento. Y el detalle, el instante o el momento habitan en la voz
del hijo, en su olor, en su presencia, en su presentimiento primigenio, una
presencia que difícilmente se explica con palabras, porque viene de lo suave,
de lo húmedo, del reino de las esponjas donde flota, el lugar donde empieza
todo.
Y
así se plantea una evolución, un camino que es la vida y que comienza con hoy eres solo pálpito, latido acelerado de
promesas que lleva a ese explicarse
la vida de otro modo. Una vida que es cicatriz
que sigue latiendo, el fruto de un agua sencilla, transparente, necesaria.
Porque aquí lo que está sobre la mesa es el mundo de la suavidad, de lo
acuático, de lo esencial, el de las palabras secretas que se dicen al oído, el
de las cenas y los charcos tras la lluvia.
Pilar
maneja perfectamente el lenguaje asequible para crearnos la imagen de lo
cotidiano, para hacernos ver la vida tal y como es, y juega con imágenes para
todos visibles con la finalidad de darle la voz al hijo. Porque es el hijo, al
fin y al cabo, un modelo, un maestro que enseña sobre la vida sin saber de la
vida. La risa ancestral del niño, que son todos los niños, que son todas las
risas. De lo particular se llega a lo universal, al igual que de lo cotidiano a
lo trascendente. Ese es el juego. Esa es, al fin y al cabo, la respiración
íntima que late en este reino de esponjas.
Reino de esponjas,
Pilar Verdú. Tigres de papel, 2016.
jueves, 10 de enero de 2019
Sobre el hueco que habitan los espectros
PREFACIO
Hace un tiempo charlaba con una amiga sobre el antiguo
arte (tan incomprendido y difamado hoy en día) de invocar a los espíritus. No
es asunto baladí, desde luego, teniendo en cuenta la cantidad de entes que
pueblan este mundo. Mi amiga, experta conocedora de Lo Otro, afirmaba con
vehemencia, cerveza en mano, que pueden los hombres convocar a los fantasmas
tan solo con el ejercicio de su voluntad y que los fantasmas, siendo como son
entusiastas de las reuniones improvisadas, habrían de aparecer casi al instante.
Opinaba yo, por el contrario, que, tal y como señaló San Cipriano en sus obras
apócrifas, los espíritus son seres amantes de los viajes, pululan y viran su
intención constantemente, y son dados a recorrer parajes lejanos (de los que
hay a pares al Otro Lado, pero ninguno en este), poco partidarios de chanzas,
escurridizos y caprichosos, y que es necesaria la oferta de membrillos y otros
dulces en bandejas de bronce (amén de otros tantos complicados rituales) para
que se dignen a aparecer, que no es cosa tan fácil ni tan al alcance de la mano
de cualquiera. La discusión se alargó hasta altas horas de la madrugada y
culminó en indignación, desacuerdo e invocaciones fallidas.
Es por eso que he decidido inaugurar este Grimorio,
compendio de la ciencia antigua y de lo extraño, usando un lenguaje
medievalizante y arcaico (que es la manera en la que deben revelarse los
asuntos herméticos), y que pretende dar cuenta de todo aquello que pasea por
nuestra imaginación, enrevesada y peruchiana, con algo de Cunqueiro, de falso
cronicón medieval, de bestiario hipotético. No se lo tome nadie en
serio, pues podría encontrarse con que nunca hubo tal, que jamás se dieron cita
bajo el cráneo celeste tales historias, que solo existe lo que podemos ver y
tocar con las manos y que lo demás son solo cuentos susurrados.
SOBRE
EL HUECO QUE HABITAN LOS ESPECTROS
Hablaba Plinio el Viejo de los manes que pueblan los
alrededores de los árboles lotos que tenía Craso en su patio, y
contaba de ellos como no queriendo, como estoico que se barrunta que no es, a
la postre, menos caótica la vida del Otro Lado que la de este. Con pesar
confesaba cómo había descubierto, de manos de una sacerdotisa de Ninua, que el
aire que respiramos está lleno de tantas almas como grano en un granero. La
sacerdotisa, de la que Plinio el Viejo no cita el nombre, entrecerraba los
ojos, ponía voz de misterio y explicaba que para llamar a los espíritus tiene
uno que vestir tules color del vino, guardar tres huesos de dátil en una mano y
recitar las palabras adecuadas en acadio antiguo, por ser ésta lengua que se
conoce muy bien en el Otro Lado. La sacerdotisa susurraba y de pronto se alzaba
un viento, se oscurecía el salón y se ponía de gallina la piel de los esclavos.
Después pasaba horas la dama conversando con gentes invisibles mientras quemaba
en un perfumero de alabastro esencias nubias, y al cabo de un rato era capaz de
dar señas sobre familiares difuntos, adivinar el futuro y marcar la ubicación
exacta de ahorros perdidos y nunca antes encontrados.
Decía la dama que todo el que muere va a parar a un
espacio hueco, delgado como canto de papiro, que no conoce de anchos ni de
largos, de altos ni de bajos y cuyas principales características son la atemporalidad
y la inefabilidad. Los espíritus entran y salen a voluntad de dicho hueco, en
especial para el tiempo de la lemuralia, pues son los finados grandes comedores
de habas negras, de las que crecen en los huertos de Roma para la época de las
meditrinales. El hueco es como el ojo de una aguja y los finados han de
escurrirse a través de él, dejando a su paso un perfume de violetas.
Daba cuenta Plinio el Viejo de aquellos que habían
conseguido comprimirse para caber por el hueco sin tener aún calidad de difuntos,
y señalaba que con el uso de ciertas hierbas mágicas (se sospecha que de origen
asirio) podía uno apretujarse y viajar al Otro Lado sin necesidad de catar la
muerte. A estas sustancias les dedicó Plinio un volumen y es sobradamente
conocido que las quiso encontrar y tener en su botica personal, por si se diera
el caso de echar mano de ellas, pero le fueron negadas por andar bravuconeando
estoicidades por el foro. Bajo el
influjo de estas hierbas podía seguirse al difunto en el momento del óbito sin ser
visto ni oído, y se encontraba entonces con un lugar poblado de bosques sin
senderos. Es este un espacio que desconcierta y asusta por inhóspito y agreste,
ora cubierto de nieves, ora estival y plagado de moscas. En tal que se llega se
encuentra uno que las almas pululan por el lugar con forma humana, tal y como
se les conoció en vida, y que visten todos largas ropas negras, y que sus caras
son pálidas, blancas como cirio de templo, y en ocasiones, si uno los mira de
lejos, podría dar la sensación de que carecen de ojos, que son sus cuencas dos
denarios de plata muy bien puestos para dar seriedad e imagen sombría al
rostro.
Recogió Plinio el Viejo el testimonio de un
comerciante etrusco, natural de Vetulonia, que pasó a través del hueco con la
idea de encontrar a una antigua prometida suya, finada por unas fiebres, y a la
que encontró junto a una encina, de las que crecen en las umbrías del Otro
Lado. Hallábase de dama mustia y descolorida, envuelta en sayales brunos, y
dicen las crónicas que su gesto era semejante al de las máscaras que gastan los
manes, como mirando sin ver, y que el etrusco tuvo que retornar, cabizbajo y
sobrecogido, sin haber terciado con ella palabra alguna.
Y advierte Plinio, muy sabiamente, sobre el peligro de
estos cruces, que no está hecho el hueco para andanzas de vivos, pues no es
tierra aquella para los que aún respiran y podría darse el caso de no poder
volver. Es mejor ser prudente y no preguntarse por estas o semejantes
cuestiones, que ya tendrá uno tiempo de verlas por sí mismo cuando el último
suspiro sea exhalado, pues todo a su tiempo llega. Ya lo dijo Tibulo en su
momento: et bene discedens dicet placideque quiescas, terraque securae sit
super ossa levis.
jueves, 3 de enero de 2019
Matar el tiempo, de Luis Miguel Rabanal
Matar el tiempo,
de Luis Miguel Rabanal, es uno de esos poemarios bofetada/calambre/manotazo. Es
un libro triste, crudo, que nos habla de una derrota tan estúpida e inevitable
como innecesaria. La traición del cuerpo, el saberse rendido y la desesperanza
que esta idea trae consigo. El hilo conductor que cohesiona todos los versos
que componen Matar el tiempo podría
ser la decadencia, la certeza de saberse vencido por una especie de casimuerte
de la que uno querría desprenderse, pero no puede:
Vas a producir daño, la mar de lisonjera, olvídate de mí,
pero no me olvides, pero olvídate de mí:
Te llamas Casimuerte, y tú lo sabes tan bien.
La muerte que no llega para el que está cansado, para
el que está ya harto de la vida. La realidad vital de dejar pasar el tiempo
hasta que el tiempo se acabe, la vida que es a medias, la muerte que es un
casi. Pero cuando la muerte es imposible, cuando el cuerpo es imposible, el
espíritu pervive. Quiero ver en estos versos una supremacía del espíritu
poético por encima del cuerpo. Una resignación rebelde. El yo poético continúa
a pesar de todo, a pesar de la realidad que lo aísla y lo golpea:
Más tarde llegó la burla de la muerte, quiero decir su
malogrado descaro, no estar aquí.
En el principio era el consuelo o era el desconsuelo.
Y otra vez, rebosante, la bolsa de orina.
Digo
que esta de Rabanal es una rendición rebelde. Una derrota insurrecta por parte
de un espíritu que se niega y se pregunta con rabia por qué. Por qué. La
cuestión fundamental que sobrevuela estos versos es un por qué yo y no otro, un por
qué así y no de otra manera. Y así, dice en el poema XLVII:
Si
por lo menos yo fuera yo y no ese muñeco vil que ronda por la casa como
energúmeno, con daga y caldero para el vómito.
No
reconocerse o reconocerse demasiado en este yo actual, el yo jodido, el yo
atado a la bolsa de orina. Y que prevalezca el deseo de ser otro, de poder aún
volver atrás o rozar con dedos suaves el rostro amado. Sobrevuela esta idea en
poemas como el LI, LIV, LV, en palabras como: tienes que ser bastante menos estúpido, me digo sin olvidarme de mí, el
muchacho en una ocasión se miró en el espejo y destrozó con narcóticos sus
labios.
La
necesidad de la voz es otro de los temas que asaltan la lectura. De la voz que
no es la voz. Habla Rabanal de una voz falsa, una voz que por destino ha sido
impuesta, una voz que sería otra en poemas como el LV, pero también de las
palabras que aparecen por doquier (poema I), palabras salvíficas, palabras
resentidas, palabras a un tú amado tan lejano como real. Y vamos a quedarnos
aquí retenidos un rato en la idea del tú
amado. Ese tú que planea a lo largo y ancho del poemario y que a veces se
reviste de erotismo, otras de dulzura, otras del anhelo de un cuerpo joven que
pueda tocar. Pero siempre es un tú al que agarrarse, un tú que tiene piedad,
que sostiene brazos y cose la garganta (poema III), que acompaña los yoes de
esa voz poética, el yo actual y el yo diferente. El tú, el otro, permanece
inmóvil, sosegado, carnal. Permanece matando el tiempo a su vez, en un segundo
plano, a la espera de la muerte que no sea un casi. Es palpable en estos versos
la soledad propia y la soledad ajena, el amor rutinario, pero aún vivo, no
vencido del todo por las circunstancias y que es capaz de alejar el miedo.
Mencioné
al principio que este es un poemario crudo y lo mantengo. Crudo en fondo y
forma, donde todos los recursos se ponen al servicio de la connotación, de un
lenguaje evocador y cortante, siempre bello, con esos tintes herméticos tan
propios de la obra de Rabanal. Imágenes audaces de germen surrealista y
principalmente hermosas que se conjugan en estos poemas con golpes de
cotidianidad afilada, sin florituras. Esta mezcla asombra, golpea, agita, nos
acerca, en definitiva, a la realidad dura del yo poético, a ese cansancio de la
vida, el malestar con lo real. Esa combinación logra el efecto deseado: un
golpe. Una bofetada. Poesía asombrosa que contagia en
espíritu y en cuerpo, poesía que uno nunca deja de releer.
martes, 18 de septiembre de 2018
El genio que pintó el retrato oval, de Ángeles Mora
El genio que pintó el retrato oval.
Ángeles Mora.
El Libro Feroz Editorial.
26 páginas.
6 €
Ángeles Mora nos tiene muy acostumbrados a lo bueno. Desde sus relatos en publicaciones como Calabazas en el trastero
(Saco de Huesos ediciones) pasando por Ecos
en el páramo (Niebla editorial, 2016) y el inquietante álbum ilustrado Piensa en otra cosa (Libro Feroz, 2017),
Ángeles me fascina. Por su dominio de la técnica y su mano para crear
atmósferas oscuras. Por sus raíces clásicas que traen ecos de los relatos de
antaño, los decimonónicos, los buenos.
En esta ocasión tengo entre manos una publicación
curiosa. Numerada y exclusiva, trabajada con mucho mimo, tal y como suelen ser
los libros que llevan el sello de El Libro Feroz. Se trata del relato El genio que pintó el retrato oval,
editado en formato ligero, un cuadernillo de 26 páginas, perfecto para ser
devorado en una tarde. La portada es obra de la joven artista Verónica Márquez
y la considero un acierto: es limpia y sugerente, tiene esa sencillez que lo
dice todo.
Ángeles Mora, con un estilo impecable, construye una
historia entretenida y tenebrosa, de claros tintes góticos (con elementos
foscos, que diría aquel) a partir de la narración de Edgar Allan Poe. Posee
todos los ingredientes: castillo abandonado, crímenes sin resolver, leyendas y
la presencia del misterioso retrato oval de una dama. No diré más. Es un relato
de corte clásico, donde escuchamos la voz de un protagonista en primera persona
que asiste fascinado a una serie de descubrimientos macabros en el caserón en
ruinas que se dispone a restaurar. La atmósfera es el punto fuerte de Ángeles.
Usa descripciones sobrias y precisas para enriquecer una prosa a su vez sobria
y precisa, muy en consonancia con esa forma de contar decimonónico. Pero que no
se asuste nadie: es una prosa decimonónica, pero no. Un ser sin serlo. Nada
huele a antiguo ahí dentro, y el lector es capaz de dejarse envolver por la ya
mencionada atmósfera y por lo extraño de los acontecimientos que se narran.
Jamás el lector se aleja de la historia.
El Libro Feroz, por su parte, es una pequeña editorial
afincada en Huelva a la que hay que empezar a seguir muy de cerca. A mí me
ganaron con Piensa en otra cosa, con
el acabado perfecto de sus libros y un catálogo que va creciendo lento, pero
seguro. Me alegra que esta editorial incorpore obras de género como Piensa en otra cosa y ahora El genio que pintó el retrato oval.
Siempre es un soplo de aire fresco cuando el género se cocina lejos del fandom,
no me cansaré de decirlo. El pequeño formato, manejable y asequible, listo para
consumir de una sentada, es otro de los aspectos que me atraen. Reconozco que
funciona. Así que, sin más, les deseo una larga andadura.
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